Algunas veces – quizás demasiadas - el pasado regresa con una lección antigua que asusta: aplastar la disidencia del pensamiento emancipado.
El reto de las nuevas generaciones del siglo XXI en cada rincón del planeta es cada día mayor, no sólo debido a una concepción flamante de la vida, sino al tener que enfrentar las situaciones sociales, económicas y políticas envolventes.
Dialogar, pensar, escribir, increpar, siempre ha sido un anatema, aunque en ningún tiempo en la forma tan refinada actual cuando creíamos que la civilización había llegado a divisar al cenit de su apogeo y las ilusiones, tantos milenios ansiadas, florecerían fusionadas a la potestad individual.
Alexis de Toqueville, en “La libertad, solo camino”, expone que la democracia y el socialismo sólo tienen un objeto en común: la equivalencia con una diferencia: la democracia busca la igualdad en la libertad y el colectivismo de tinte marxista quiere la igualdad en la penuria de la servidumbre.
Robespierre, al que tanto temía y a la vez adulaba Fouché en los entuertos de la Revolución Francesa, gritaba: “Huid de la antigua manía de querer gobernar demasiado; dejad a los municipios el derecho de organizar sus propios asuntos; en una palabra, devolved a la libertad de los individuos todo lo que se les ha arrebatado ilegítimamente”.
Lo autocráticos no niegan que la libertad sea excelente; sólo que no la quieren más que para ellos.
Desfilaba el final del siglo XIX y faltaban algunos años para encontrarnos con las páginas de “Extraterritorial”, a cuyo autor - George Steiner - uno lo recuerda entre las notas biográficas escritas en el “New Yorker”, la revista que dirigía William Shawn. Después en “Errata”, “Antígona” y “La idea de Europa”. Igualmente en Oviedo recibiendo el “Premio Príncipe de Asturias” de Comunicación y Humanidades 2001.
Aquel tiempo brumoso trajo un embarazo moral: la expansión de la conciencia y la creación de nuevos signos quejumbrosos. No era nueva la luz alargada sobre los muros, había humanismo y la certeza de ser portadores de valores inconmensurables enraizados en el espíritu mucho antes de saber su penetrante significado.
Vamos a contar una historia que refleja ese contexto. La escribió Alejandro Solyenitsin autor de “El pabellón de cáncer” y “El archipiélago Gulag”.
El relato forma parte de “Cuentos en miniatura”.
Narra el Premio Nobel de Literatura en 1970, que en el patio de su casa un niño encadena a su perrito al que llama Sharik. “Lo tienen así desde que era un cachorrito. Una vez fui a llevarle huesos de caldo humeante y aromático, pero justo en ese momento el chico soltó al pobrecito”.
La nieve en el patio era copiosa, regresaba uno de esos crudos inviernos del norte ruso. Sharik da vueltas por el patio, salta como una liebre, el hocico se le llena de blancura fría; corre de un lado a otro.
Se le acerca al escritor. El can, todo velludo, salta alrededor de él, huele la comida y vuelve a correr.
“No necesito yo sus huesos... dénme solamente la libertad”, decían sus ladridos.
En un antiguo disco de vinillo los compases de un pentagrama de Giuseppe Verdi nos ayudan como un apogeo sobre estas líneas sueltas que garrapateamos. Son las luchas y sacrificios de aquel “Risorgimiento” que expresan las notas musicales encendidas de las que bebió aquella Europa sedienta de libertades mientras América Latina escuchaba ansiosa. En ella se oye: "Si el hombre dilapida el vigor ya no disfruta de placer; si la sociedad pierde la libertad, ésta se marchita y llega a desconocer sus genes".
Fue necesario que transcurrieran siglos para leer en una descobijada pared del Barrio Latino, a orillas del Sena, estas palabras trazadas con grueso creyón: “Prohibido olvidar”, “Prohibido prohibir”.
Y en eso estamos mientras en el ruinoso tocadiscos Verdi abriga nuestro espíritu con su armonía imperecedera. En las notas vibrantes y en cada línea del artículo de ahora mismo, recordamos a Venezuela, un país muy nuestro – siempre uno termina amando lo que conoce - ahora destrozado, hendido y con su libertad rasgada hasta el tuétano.