A raíz de la discusión centrada en esa prenda que mujeres mahometanas en Europa han comenzado a colocarse en las playas, más completo que el “hiyab” - velo en la cabeza - y menos que el “burka” que tapa todo el cuerpo, incluido el rostro y que impide adivinar si es en verdad una mujer, las decisiones concernientes al bañador del cerebelo a los tobillos, llamado “Burkini”, han creado, y aún habiéndose calmándose un poco el Francia, la traba ante el “sí” o el “no de esa ropa sigue revoloteado.
La perenne trifulca de musulmanes y cristianos se pierde en la noche de la historia, y está tan viva hoy como en la Constantinopla de los turcos o las místicas cruzadas.
El diálogo entre religiones no avanza; retrocede y con más crudeza.
Los pavorosos atentados de los yihadistas tienen como motivo imponer a la fuerza la ley Sharia, esas normas que abarcan la totalidad de los preceptos mahometistas convertidos en la mayor amenaza contra Oriente Medio (Egipto, Siria, Irak y Turquía) y las potencias occidentales.
La prueba más doliente han sido los actos terroristas en París, Bruselas y Niza, y con ellos las amenazas, muy creíbles, contra las naciones del añejo continente, baluarte de las magnas empresas culturales humanas.
La meta de estos fanáticos es disponer de su propio califato y, a partir de ahí, extender la Sharia con sus mutilaciones, crucifixiones, atentados masivos en lugares públicos, violaciones de mujeres, incluidas niñas, quemar vivos a los prisioneros y organizar mortandades en otras religiones, al tener ellos la certeza que al final de los tiempos solamente puede existir la fe islamita.
Pareciera una locura, y lo es, cuando sus seguidores envueltos en la más enfermiza exacerbación, intentarán una y mil veces conseguirlo. Las vidas de sus miembros se centra en esa misión. No poseen otra.
Mahoma conocía las pasiones humanas y supo ofrecer a los varones muertos luchando en defensa del Corán, realidades sensuales y eróticas. Se les proveería, una vez en el Paraíso de Alá, de una docena de huríes voluptuosas, vírgenes, de la misma edad y vides a granel. Un gozo que sería eterno.
Viendo esa perspectiva tras sufrir atentados con docenas de muertos, Francia ha reaccionado contra el “burkini”.
Y la pregunta ineludible: ¿Es un peligro el “burkini”? Personalmente creo que no existe mal alguno. En el siglo XIX y bien entrado el XX, nuestras tatarabuelas y abuelas se bañaban cubiertas de ropa. Era vergonzoso no hacerlo. Más tarde las evoluciones lo ha cambiado, y es que los tiempos, al decir de Vital Aza, “avanzan una barbaridad”. Innegable.
Venga a colación la minifalda. Cuando esa prenda se presentó en 1960 de la mano de Mary Quant, fue un fenómeno sensual y provocador, comenzando con la prenda un movimiento de liberación sexual que a su vez arrastró la píldora anticonceptiva dando gran libertad a la mujer.
En la actualidad uno ya no se asustada de nada. En toda Europa, con la llegada del verano, las juveniles mujeres usan unos trapillos que llegan a las ingles. Salen en las noches hasta la madrugada y beben licores fuertes, los llamados “chupitos”, como si fueran horchata.
En este aspecto el “Burkini” es una prenda envuelta en pecata minuta con aire venial, y aquí ocupa un lugar la libertad. Si perseguimos esa prenda tomamos el sendero de los fanáticos de uno y otro lado que igualmente se asustan o gozan con los “trikinis”. Es contradictorio prohibirle a una mujer un derecho con el argumento de liberarla.
Las españolas musulmanas han dicho: “Llevamos ‘burkini’ porque somos libres”, y demandan que nadie decida por ellas. En ello existe algo muy irrefutable.