El título no es un remake evocador del postre que ofrecen algunos restaurantes de nuestro entorno conocido como «muerte por chocolate» que, a lo sumo, aumenta nuestro nivel de colesterol y ralentiza nuestra digestión. No. El título hace referencia al languidecimiento de Podemos, fruto de la hemorragia democrática incontrolada e incontrolable germinada en sus confluencias que amenaza su supervivencia. Fijado el calendario de la investidura, Podemos ha pasado de ser derterminante a ser irrelevante. Ha pasado de responder a la definición de «partido» del Diccionario de la Real Academia Española «Organización política formada por un grupo de personas que comparten y defienden las mismas ideas y que toman parte en la política de un país», a ser el participio pasivo del verbo partir «partido», roto, hecho pedazos. Lo más curioso es que este proceso de demolición trae causa en el exceso de democracia interna, en base al cual cada confluencia quiere ir por libre y hasta en el seno de estas ramificaciones se producen a su vez escisiones que nos sorprenden con escenarios como el que ofrece En Marea, en Galicia, en la que son veinticinco candidaturas las que concurren a las primarias. Para que los partidos políticos sobrevivan como tales necesitan una disciplina interna muy fuerte, un líder carismático y una autoridad indiscutida. Solo así llegan los mensajes claros a los ciudadanos. Los partidos políticos son, por detrás del ejército, las estructuras más jerarquizadas que existen. Gobernabilidad y democracia están íntimamente relacionadas, pero un exceso de democracia acarrea resultados negativos. La gobernabilidad entraña la posibilidad de ejercer el poder, pero cuando ese poder se difumina en una mal entendida democracia, el fracaso es seguro. Los dirigentes de Podemos son expertos en ciencia política y deberían saber que la historia está plagada de ejemplos que ponen de manifiesto que la democracia no es la panacea.
La primera de las grandes condenas injustas, pero impuesta democráticamente, se remonta al año 399 a. C. Sócrates fue condenado a muerte con ingestión de cicuta por votación popular por la sola acción de intentar profundizar en el aprendizaje moral del ciudadano entablando contacto con el pueblo en las plazas públicas. Fue acusado por ello de corromper a la juventud. Cuando André Fontaine fue entrevistado por un periódico español como Director Gerente de Le Monde y le preguntaron a qué se había debido la crisis del periódico que lo situó al borde de la quiebra, respondió que el error había sido la autogestión, el exceso de democracia. La democracia elevó a Hitler al poder al ser elegido democráticamente como Presidente de la República de Weimar en 1930. Suiza es la encarnación de la democracia semidirecta. En las decisiones importantes el pueblo siempre tiene la última palabra pero los resultados son extravagantes. En el año 2014 el pueblo suizo votó en contra de subir el salario mínimo de 2000 a 3270 euros al mes en beneficio de los trabajadores menos cualificados. En el mismo año también votó en contra de una renta básica garantizada para sus ciudadanos de 2250 euros al mes. Donald Trump, candidato republicano a la Presidencia de los EE.UU., es fruto de un proceso democrático. El Brexit es otro buen ejemplo de a dónde puede conducir la democracia. Existe la creencia de que el pueblo votó mal. Lo que pensaban que era lo mejor para el país lo ha llevado a una difícil situación nacional e internacional.
Cierto que, como afirmaba Winston Churchill, «la democracia es el menos malo de los sistemas políticos», pero cierto también que, como proclamaba Saint-John Perse, «la democracia, más que cualquier otro régimen, exige el ejercicio de la autoridad».
Bien harían los dirigentes de Podemos en aprender de la historia y comenzar a funcionar como un auténtico partido, en otro caso están abocados a desaparecer, eso sí, muy democráticamente.