Desventura turca

 

 

 Los  acontecimientos sangrantes en los últimos meses no son nuevos, jamás lo han sido, y aún así nos parece que nunca había sucedido la barbarie de ahora  o, si ocurrió, solamente poseemos referencias distantes, matices desanudados.

¿Alguien recuerda con plenitud la II Guerra Mundial con sus 50 millones de muertos y el inhumano Holocausto que acaeció apenas  hace 70 años?  ¿Y la guerra civil en España? ¿Los terroríficos campos de concentración en la Siberia de Stalin? ¿La Gran Marcha de Mao con miles de  mujeres y hombres despedazados en senderos de barro? ¿El conflicto de Indochina?,  o más cerca aún, ¿las dictaduras de Chile y Argentina,  la sangrienta lucha que despedazó Yugoslavia, el horror de las Torres Gemelas en Nuevo York o el accidente nuclear de Chernobyl, por  citar sucesos, entre otros varios,  que nos han marcado desde la mitad del siglo XX hasta el tiempo actual?

Sócrates habló del poder del olvido, y de ello estamos poseídos. Tenerlo  no es doliente  al ser un don necesario; si no fuera efectivo, la humanidad  yacería sobre una pocilga de enormes angustias. Dejar de recordar, el no  guardar algo quejumbroso  en la memoria durante un  tiempo,  nos permite seguir caminando sobre el itinerario de la existencia.

 Gabriel García Márquez – no recuerdo si fue en “El amor en los tiempos del cólera” -  subrayó: “La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”.

 En Europa llevamos unas semanas de pavor. Los hechos sangrantes que se suceden no han dado tiempo aún de posarse en el polvo  grisáceo de la inadvertencia. Los  eventos horrendos sobrevenidos siguen ahí, ceñidos al espanto, angustia y miedo.

Las ciudades de París, Bruselas y Niza, envueltas perennemente en halos  de mundanales grandezas, aventuras sin fin, cosmopolitismo accesible a los ciudadanos de la tierra, están  hoy sofocadas de angustias y aprensiones sin que ninguna haya encontrado la desazón que las circunda, al ser ella el reflejo más esplendoroso de libertad escrita con mayúsculas.

En esas urbes, nadie se sentía forastero. Y, si fuera poco lo sucedido, los ingleses rompen de cuajo con la Unión Europea, el único baluarte que  podía consolidar la grandeza del humanismo, esa virtud que nos hace a todos iguales en pensamientos,   quehaceres y esperanzas.

La última página – no será la única ante la amarga realidad que estamos sobrellevando – ha sido el intento de golpe de Estado en Turquía, una zona encendida de odios crecientes, y un polvorín  del que parte la principal  mecha que inflama sin pausa los sucesos del Medio Oriente que irradian al convulsionado  planeta, aunque sus raíces están en el siglo XI cuando el papa Urbano II lanzó la primera cruzada  que obligaba a tomar las armas para liberar Jerusalén del poder del Islam.

De aquellos barros vienen estos lodos y, aún así,  hay demasiado trecho en medio para ver en su realidad  auténtica, las razones de la cruz y la media luna en ese enfrentamiento que comienza a ser perpetuo con el nuevo resurgir de la  Yihad en manos de Estado Islámico.

 Turquía no es Estambul, y aún así esta ciudad es Turquía debido a su historia y magnífica grandeza. La capital del país es Ankara, urbe alzada  en la Anatolia Central, y allí comenzó el levantamiento armado cuyas causas, a una semana de  la intentona, siguen siendo extrañas. Se habla de un autogolpe del propio presidente Recep Tayyp Erdogan, ya que llevar a cabo un alzamiento militar  con menos de la mitad del Ejército, es una acción  poco sensata y temeraria cuando no se cuenta con un refuerzo civil sólido, como se pudo demostrar a las pocas horas.

Le bastó al jefe del Estado  hacer un llamamiento con un medio que él siempre consideró deleznable, el móvil. Había contactado, cuando todo parecía perdido,   con la CNN Turquía y surgió una videollamada urgiendo a los ciudadanos a salir a las calles en defensa del gobierno. La respuesta a su favor fue unánime. 

El intento de derrocar a Erdogan aconteció ante la violencia de la guerra de Siria y el permanente enfrentamiento  con los kurdos. El presidente ha ido ahogando cada vez más  los derechos democráticos y llevando a la nación  hacia una dictadura personalista.

Los miles de detenidos, entre ellos docenas de jueces, maestros, abogados, empleados públicos, militares, es una purga al estilo  de los déspotas, y muchos pudieran  ser condenados a muerte, algo no insertado en la actual constitución turca. 

La jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, ha sido directa: “Ningún país puede convertirse en miembro de la UE si introduce la pena de muerte”.

Turquía ha conocidos tres  encarnaciones: Bizancio durante mil años, Constantinopla cristiana y ahora musulmana. Las aguas del Bósforo pueden narrar apesadumbradas historias  mientras giran los bailes de los Derviches. 



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