Sanfermines

El verano español está plagado de festejos que tienen como protagonista al toro, aunque, en honor a la verdad, ninguno con tanta proyección como los Sanfermines. Su origen es medieval y nacen de la miscelánea de tres acontecimientos: las fiestas en honor a San Fermín, las ferias comerciales y las corridas de toros.

Los encierros propiamente dichos, clave áurea de la fiesta, traen causa en la tradición de los pastores navarros de llevar los toros desde las dehesas hasta la plaza mayor que servía de coso. A finales del siglo XIX se pasó de correr detrás de los toros a correr delante, hasta convertir este modus operandi en costumbre popular.

El salto de este acontecimiento a la fama mundial se debe a la pluma del premio nobel Ernest Hemingway, que, en sus crónicas periodísticas para medios estadounidenses y canadienses y en especial en su novela «The sun also rises», conocida en el mundo hispano como «Fiesta», recogió numerosas referencias a los encierros y a las corridas de toros.

A fuerza de ser sincero, debo confesar que intenté leer «Fiesta» y abandoné a los primeros intentos. Me parece de una simpleza total, mal escrita y poco seductora. No juzgo la versión original escrita en inglés y, por ello, no juzgo tampoco a los americanos que se sienten impactados por la obra y acuden año a año para emular las aventuras que en ella se narran.

Algo tendrá cuando ha servido para poner en marcha el carro de la popularidad e internacionalización de la fiesta.

Ahora bien, Hemingway no solo era un gran escritor -por más que en «Fiesta» no lo parezca- y un gran admirador de los toros, sino que sus aficiones se extendían al alcohol, la juerga y el sexo. Todos estos ingredientes forjaron una personalidad problemática y, en algunas ocasiones, obscena.

Cuenta el anecdotario que en los Sanfermines de 1927, Hemingway se alojaba en el hotel Quintana, cuyo dueño, Juanito, no solía darle una habitación fija para alejarlo de los clientes educados, y nada más comenzar las fiestas llegó borracho como una cuba acompañado de dos señoritas reclamando que se le diera una habitación. Obvio es decir que en el hotel ya disponía de habitación, la que compartía con Pauline, una de sus muchas esposas. Media hora después, las dos chicas que le acompañaban salían corriendo, casi desnudas, y Hemingway tras ellas, en calzonzillos e insultándolas. Pauline, afortunadamente, no llegó a despertar y no se enteró de nada. Todo muy edificante.

No hay que descartar que de aquellos polvos, estos lodos.

Hoy, los Sanfermines son un clon de los descritos por el escritor americano, aunque hay que añadir un nuevo ingrediente: las drogas.

Con estos antecedentes, no es de extrañar que año tras año se repitan los bochornosos y vituperables espectáculos de violencia de género en sus manifestaciones más viles y degradantes para el ser humano.

Venimos de fábrica con un poderoso apetito sexual que nos impulsa a buscar pareja, pero nuestro cerebro es el mismo desde hace 20.000 años y ni siquiera el hombe prehistórico tenía comportamientos tan indignos: practicaba el sexo buscando el placer de la pareja. Es más, actuar de manera depravada en contra de las reglas sexuales era castigado con la muerte.

Los violadores y los agresores sexuales son la escoria de la sociedad, y cuando actúan en grupo, más aún. No son personas normales, tienen un estilo de personalidad agresivo sádica y transgreden las normas de forma consciente, justificando sus miserables actos apelando a la provocación de la víctima. Sienten placer con el dolor ajeno. Acuden a los Sanfermines con la intención de dar rienda suelta a sus más bajos instintos. Deben ser castigados con la máxima contundencia.

A las mujeres agredidas, un consejo: si alguien te pone las manos encima, asegúrate de que no las pone encima de nadie más.



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