Avidez afrodisíaca y tortura

Europa es un pedazo de tierra chico en la que uno,  el andariego,  puede ir a cualquier parte  en pocas horas y narrar sus experiencias al momento  de garrapatear artículos. En  Ámsterdam, Países Bajos, hay dos lugares rocambolescos, mejor dicho, curiosos: el Museo del Sexo y el de la Tortura.

El primero es sorprendente. Allí no hay morbosidad, sí la historia de la avidez erótica, erotismo a lo largo de la historia, y es que la ciudad plateada de  Rembrandt, de la misma forma que descubrió la embestida del mar del Norte y las rutas de las especies, supo combinar el deseo gozoso de tal forma, que es la única urbe  - eso creemos -  que posee un “Venustempel” o Templo a Venus abierto las 24 horas del día.

 El “Torture Museum”, como el anterior, no se halla en Barrio de los Museos, conocido como Museumolein, donde está el de Van Gogh, un edificio cuyo diseño es de Gerrit van Rietveld y que, a nuestro manejable entender arquitectónico, no ha tenido suerte al levantarlo.

 Tanto la pinacoteca del suplicio, como la de la lascivia,  están en pleno Damrak, cercanas a la Estación Central, uno de los edificios públicos más emblemáticos y hermosos de Europa, la gran portezuela por la que uno entra o sale de Ámsterdam viniendo del Aeropuerto de Schiphol.

 En las paredes  carbonizadas reflejando el espanto se alzan páginas terroríficas a la Inquisición, la verdadera y la inventada,  cuando históricamente estas posesiones acuosas holandesas colmadas de tulipanes esplendorosos,   fueron de la España de Carlos V y su hijo Felipe II,  y  el cuadro de Diego Velázquez -  “La rendición de Breda” o “Las Lanzas” -  que muchos críticos  consideran el mayor lienzo histórico que inmortaliza la victoria de Spinola sobre Nassau, es un aguijón no del todo cobrado por los “hombres bárbaros y peludos del norte” helado.

 Un recorrido en la medieval exhibición impone respeto. Allí está los maderos y hierros estigmáticos de los instrumentos de suplicio en todas sus variantes, desde la picota, a la refinada guillotina, castigos vergonzosos y corporales en la persecución de herejes y subyugados.

Y es que Holanda es otro mundo: una  nación que permite la marihuana en todas sus variantes, el amor a partir de los 14 años, y lugar en que las damiselas del deseo ardiente están, igual a las salchichas o el salmón ahumado, en los escaparates de las callecitas cercanas al barrio Oude Kerk.

Esta heredad es un gran estado, no solo por su contribución a la historia europea, sino debido igualmente al propio espíritu emprendedor de su gente.

 Aquí, entre los canales,  por vez primera escuchamos hablar de la  “Secta de los Khlystis”, un conjuro sexual practicado en Rusia y que tuvo su mayor adepto en el monje Rasputín, especializado en ritos orgiásticos.

 De cara al mundo cotidiano, los sectarios hacían ver que comulgaban con la iglesia ortodoxa rusa, cuando en realidad se burlaban de ella y en sus ceremonias todo finalizaba con una orgía en donde las historias de  “Justine”,  del Marqués de Sade, quedaban en simples cuentos de hadas para dormir infantes.

 Tortura y sexo siempre han ido tomados de la mano, al no olvidar que  el placer total es el deseo de llegar más allá de los muros de lo prohibido, lugar donde las fogosidades caminan sin escamoteos.

Sexus, dice el latinazo, y con ello se marcó la diferencia orgánica y física del comportamiento entre el macho y la hembra en los animales y alguna extraña planta. Nosotros, los seres humanos, estamos en el primer grupo, aunque con matices.

En las postrimerías de la baja edad Media,  Juan Ruiz, alias “Arcipreste de Hita”, en su “Libro  del Buen Amor”, exponía con sapiencia en noble castellano antiguo:

“El mundo por dos cosas trabaja: la primera, por aver mantenencia; la otra era por aver juntamiento con fenbra plazentera”.

En la actualidad, al decir de  una universidad americana,  Internet  dispone de más páginas dedicas al sexo que a cualquier otro tema de interés.

En un viaje realizado por el escribidor al suroeste asiático (Taiwán), al ser dificultoso en el hotel  la conexión con la mini computadora al momento de enviar una de nuestras  crónicas, acudíamos a un ciber-café con la intención de concretar la reseña.

Nuestro pasmo fue comprobar, cuando nos introducíamos en una página intentando hallar alguna información del tema que buscáramos, ver surgir de inmediato un aluvión de ellas dedicadas al sexo sin el menor tabú; eran contenidos preparados en Rusia, Hong Kong, Tailandia y otros lugares de Asia.

Era el  pasatiempo habitual, según pudimos saber, más apreciado y compartido entre los internautas en esa parte del mundo y que actualmente no posee fronteras.

La ciudad de Ámsterdam supo antes que nadie – tal vez se le adelantó  la romana Pompeya -  que una exhibición de perversiones nos situaría ante las descarnadas exaltaciones humanas, mientras Internet sería el gran tabernáculo sin aspavientos.



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