La corrupción del legislador

A partir de la experiencia adquirida durante mis años como funcionario público acuñé varias frases; entre ellas, quizá la más expresiva y conocida sea: «No hay políticos corruptos sin funcionarios permisivos». Es una frase que refleja fielmente la realidad de la Administración cuya actividad está totalmente reglada y sujeta a controles que solo se pueden quebrar con la anuencia activa o pasiva de los empleados públicos respectivos.

Los parlamentos, tanto el nacional como los autonómicos, tienen una organización dual. La que integra su vertiente propiamente parlamentaria -el pleno, la diputación permanente, la mesa, las comisiones, la junta de portavoces y los grupos parlamentarios- y la administración que le sirve de sustento y apoyo, servida por funcionarios públicos y que funciona como la administración ordinaria. En ésta es difícil, cuando no imposible, que se den casos de corrupción si todo funciona bien, como es práctica habitual. En aquella, la cosa se complica porque la función de asesoramiento que desarrollan los funcionarios en el ámbito de los procedimientos, y en especial en los legislativos, tienen un límite, la constitucionalidad de los proyectos y proposiciones, al margen del cual es complicado entrar al ser campo propio de la decisión política. Y es aquí donde se pueden producir auténticos casos de corrupción, al menos en la terminología que de este término acuñó el Consejo de Europa al asumir la Comunicación de la Comisión de 21 de mayo de 1997 que la identifica con el abuso de poder o incorrección en el proceso de toma de decisiones a cambio de un incentivo o ventaja indebida.

Si partimos de este concepto, son muchos los supuestos en los que las Cortes Generales han bordeado la corrupción. Vamos a centrar nuestra atención en tres casos enumerados por orden cronológico.

En primer lugar nos vamos a referir a la Ley Orgánica reguladora del Consejo de Estado, que en el primer mandato de Zapatero (2004) fue modificada para incluir como consejeros natos de este órgano y con carácter vitalicio a quienes hubieran desempeñado el cargo de Presidente del Gobierno. Con esta inclusión Zapatero y el resto de los ex presidentes se aseguraron un ingreso anual de 84.000 euros. Zapatero es de lo que vive.

El 11 de julio de 2006, las mesas del Congreso y del Senado, conjuntamente, aprobaron un Reglamento de pensiones parlamentarias y otras prestaciones económicas a favor de los ex parlamentarios en el que, entre otras cosas que harían caer la cara de vergüenza a cualquier ciudadano con un mínimo sentido ético, reconocían el derecho a pensión parlamentaria, es decir, pagada con los impuestos de todos los ciudadanos, a los diputados que cumplieran los siguientes requisitos y en la siguiente cuantía: de siete a nueve años como diputado, el 80 por ciento; entre nueve y once años, el 90 por ciento; y con once años, el 100 por cien. En la época, un ciudadano para tener derecho a la pensión mínima debía cotizar quince años.

El escándalo estaba servido y en el año 2011 hubo de suprimirse esta prebenda ignominiosa aunque -invocando aquello de «Santa Rita Rita, lo que se da no se quita»- las disposiciones transitorias de la modificación mantuvieron el privilegio a todos los diputados que en la X Legislatura tuvieran derecho a su reconocimiento, es decir, a la práctica totalidad de los de los partidos tradicionales que vemos pululando por las Cortes.

Qué decir, por último, del artículo 17.2 b) de la Ley del Impuesto sobre la Renta de la Personas Físicas, que permite a los diputados europeos y diputados de las Cortes, senadores, diputados autonómicos y concejales determinar qué parte de sus retribuciones están sujetas a tributación. ¡Y eso que Hacienda somos todos!

Y los partidos emergentes a uvas.

Vivimos en una democracia de papel y al lienzo en el que está escrita aún le faltan muchas pinceladas.



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