Y el mundo callaba

 

   Ha fallecido a los 87 años en la ciudad de Nueva York, Elie Wiesel, la memoria del Holocausto.

Quizás a muchas personas les sepa a poco esa noticia. La humanidad olvida pronto, tal vez debido a eso, desgraciadamente, sobrevive a las continuas catástrofes que ella misma produce empapadas en aborrecimientos hacia otros seres.

 En sus memorias “La noche”, rememora su experiencia en los campos de concentración nazis.  Escritas originalmente en yidish – lengua hebrea  desarrollada en Europa Central  -  tenía de titulo “Y el mundo callaba”, ese  espectro que le  persiguió  hasta el final de sus días.  

Nobel de la paz en 1986 por haber dedicado su vida a ser testigo del genocidio cometido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, fue la “expresión viva de la victoria del espíritu humano sobre el mal y la crueldad, a través  de su extraordinaria personalidad y sus fascinantes textos”.

Durante su existencia trabajó por cumplir la promesa que se hizo al terminar el conflicto bélico  de ayudar a los perseguidos en cualquier lugar del mundo. El compromiso lo hizo ponerse al servicio de causas diversas, partiendo del genocidio armenio a los crímenes de lesa humanidad en  Darfur, Sudan. Ya enfermo, no dejó de pensar en los miles de personas que salían huyendo de Siria en un éxodo doloroso pidiendo la protección de Europa.

“Siempre, donde sea que haya un ser perseguido, yo no voy a permanecer en silencio”, se dijo Wiesel, a quien el comité que entrega el Nobel calificó como “un mensajero de la ternura”.

Errante de su propio pasado,  empujando la conjunción de cada palabra, húmeda y  ulcerada, pedía a la conciencia  de la generación actual y las que vengan detrás, no empaparse de   olvido e indiferencia:

 “Yo formo parte de una raza – la judía – que es el pueblo de la memoria. He vivido un período que me exige fidelidad a la evocación. Tenemos derecho a tener recuerdos, a ser fieles a ellos, porque no hay libros ni nada si no los evocan. De lo contrario las reminiscencias desaparecen.”

 Rumano de nacimiento, sobreviviente del horror en  los campos de concentración

nazis, venía dedicando su vida a escribir y a hablar sobre los espantos del Holocausto con la firme intención de evitar que se repita una barbarie similar. ¿Imposible? Nadie lo podría negar con certeza y menos en las actuales circunstancias tan llenas de odios y humillaciones  hacia los repatriados  de Oriente Medio y los emigrantes de las naciones más empobrecidas.

Su obra entera, mosaico de apesadumbradas reminiscencias, surge con la desaparición de su familia en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.

 Reconocía que el sentimiento antijudío aún subsiste en diversos lugares y lo asumía  con certera pujanza.

En un ensayo agrupado en el volumen  “América”,    Norman Mailer narraba como por vez primera en la historia  de la civilización - tal vez por primera vez en la historia misma -, en una guerra, la Segunda Mundial, se  hizo recuento estadístico de toneladas de dientes y cabellos arrancados a hombres, mujeres y niños desamparados. Era la simbología que el escritor hacia  del terror cincelado en Hitler.

El prosista de “Los ejercicios de la noche” y “La canción del verdugo”  se había dado cuenta de que la Europa del humanismo iba perdiendo cada vez más la memoria de sus tragedias más recientes.

Han transcurrido 71 años de aquella monstruosidad y es como si el dolor cuajado sobre seis millones de almas fuera un cuadro de Marc Chagall visto al trasluz de una débil palmatoria que alumbrara sangre.

 El campo de concentración de Auschwitz-Birkenau y el resto de los repartidos en la Europa central,  no son una metáfora de cierto gas mortal, azulino y diáfano igual a aleteo incorpóreo de un ángel del mal.

No olvidar es una vacuna contra el resentimiento. El Holocausto, esa tierra de los sepulcros, debe estar presente en nuestra conciencia perennemente  para que el sufrimiento producido impida el regreso del racismo y antisemitismo feroz. No será fácil dada la fragilidad humana y su predisposición al odio, y aún así habrá que intentarlo una y millones de veces. Siempre,  hasta el fin de los tiempos si ello fuera posible.

En su novela “El olvidado”,  Elie Wiesel nos recuerda la “Oración de Elhanan”, que más que plegaria es una patética suplica:

“Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que debo recordártelo. Dios de Treblinka, haz que la evocación de ese nombre continúe haciéndome temblar. Dios de Belzec, déjame llorar  sobre las víctimas de Belzec.”

Uno desea creer  que un ser como él, con un recuerdo atiborrado de enormes  sufrimientos que atravesaban el cuerpo y su espíritu, en cierta forma no muere nunca al formar parte de la memoria del hombre. La que sin ella, seríamos pedruscos del  camino.



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