¿Abogado? o ¿pildorero?

Mis primeros recuerdos se remontan a la casa de la calle de la Iglesia, un pasillo largo, que doblaba en forma de ele, alfombrado de gutapercha verde. Corrí por él con mi triciclo de hierro colado que me regaló la tía Amelia porque le había tocado en una rifa de la parroquia y con el avión amarillo de pedales que me pusieron los Reyes Magos y me rozaba dolorosamente hasta hacerme herida en las rodillas de niño zanquilargo. El avión gozaba de menos popularidad en casa porque rozaba con las alas en las paredes del pasillo. El pasillo llegaba a una puerta de tránsito prohibido, y como consecuencia de irresistible atracción, porque conducía al insondable despacho paterno, donde don Joaquín ejercía como abogado, cosa que no le gustaba en absoluto, y daba clases particulares, que constituyeron siempre su vocación y su dedicación preferida.

De las habitaciones delanteras, que daban a la plaza, recuerdo los grandes balcones, con puertas que abrían hacia fuera y allí se sujetaban con una especie de hélices de metal, a través de que miraba yo extasiado al señor Andrés de los mercados y ferias, que se instalaba justo enfrente del portal de casa y trataba de vender todas sus existencias, “todo a tres”, tres perrinas, tres perronas, tres reales, tres pesetas o tres duros, que ya eran un capital, daba grandes voces perentorias y vendía vasos irrompibles, que, de pronto, puestos en una repisa y sin ayuda de nadie, puesto que mi cautelosa madre los había en principio destinado a vasos para el cepillo de dientes, justificando su intuitiva desconfianza, se rompían y hacían polvo casi impalpable. A través de esas ventanas, estoy casi seguro y casi dispuesto a jurar que oí una noche de Reyes el clopetí clop del paso de los caballos de los magos orientales, y, en seguida, me escondí, aterrorizado, pensando en las eventuales consecuencias de haber escuchado cuando y donde no debía. Y en una de aquellas habitaciones, de techos espectacularmente altos, tirando uvas al aire para recogerlas en la boca, se me coló una hasta la garganta, estando yo solo, y, ahogado casi ya, tosí de pronto y superé el trance sin que nadie se enterase nunca ni yo lo contara, que aventuras como la allí vivida me tienen costado duros sopapos de una época muy cerca todavía de la otra en que letra con sangre entraba. Todavía revivo la pesadilla ante la puerta blanca, cerrada, angustiado, tendiendo las manos, queriendo asirme de algo, y de repente de nuevo el aire y la vida alrededor, como haber vuelto a muy última hora de la oscuridad y el miedo.

Desde el pasillo de aquella casa, un segundo piso, me intrigaban las frecuentes y escandalosas riñas del patio, adornadas de ruido de cacharrería rota, en territorio de un famoso bar de camareras de la planta baja trasera, el Bar Azul, gobernado por alguien apodado Carracuca, que al parecer tenía dificultades con una numerosa grey femenil. La consigna era que el niño, es decir, yo, tenía prohibido asomarse a las ventanas del patio.

Al parecer, que esto sólo me lo contaron, había venido la familia a vivir a esta casa, tras de nacer yo en otra de la entrada de la calle, su número dos, creo, que era un chalecito con mínimo jardín de que mi padre tuvo siempre cierta nostalgia por un heliotropo que perfumaba la vecindad. La hermana mayor de mi abuela, se había casado y tenido dos hijos, murió en seguida y los dos hijos fueron criados por su hermana siguiente, que no tuvo ninguno a pesar de haberse casado con el secretario del Juzgado, que se alistó en el ejército y murió en la manigua cubana, como tantos jóvenes de entonces. Para criar estos dos niños, uno luego dentista, que vivió largos años y ejerció a la entrada de la avenida de la Reina Victoria, en Madrid, junto a la glorieta de Cuatro Caminos y otro novelista precoz, que murió tísico poco antes de nacer yo y cuyos libros copiaba admirada mi madre, todavía soltera, a máquina, en la del abuelo, su padre, que tenía un teclado de mayúsculas y otro de minúsculas, su tía hubo de empeñarse hasta punto que no pudo al final superar y el prestamista se quedó con la casa y más tarde la derribó para hacer una de pisos. Mi padre, en broma, se preguntaba dónde me iban a poner la placa del “aquí nació”, si algún día llegara a ser alguien. Mi padre, a veces era enternecedor, otras sarcástico y había algunas que ácido y desconcertante. Me tiene pegado hasta el dolor, hasta convertirme en necesariamente mentiroso en defensa propia, pero nunca dejé de quererlo, respetarlo y confiar en él, a pesar de todos los pesares. Me preguntaba en cierta ocasión uno de mis muchos parientes argentinos qué sería de mayor y yo le contesté que abogado.

-¿Abogado? ¿por qué abogado?
-Como mi padre.
-Pero hombre … ¡haséte pildorero, como el abuelo! ¡Es mejor porvenir!
-No.
-Bueno, che, pues en todo caso, haséte abogado pildorero.

En secreto, secreto, a mí me gustaba “escribidor”, pero ya que no y para llegar a hombre de provecho, la mejor alternativa era la de ser como mi padre, abogado. Eso fui, eso soy, eso seré ya, hasta pasar al otro lado del espejo. No dejé de escribir, hice muchas cosas complementarias y suplementarias, pero lo único que como un hilo sutil lo enhebró todo, fue mi condición de abogado. ¿Buen abogado? ¿malo? ¡yo qué sé!



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