Máscaras de carne

 

De los libros escritos sobre la tragedia libidinosa humana, en esa lucha de la pasión y el espíritu,  se hallan dos poco o nada leídos: uno de Maxence Van Der Meersch, “La máscara de carne”, y otro de Evelyne Le Garrec,  “Mujeres que se aman”.

Cada uno, a su manera,  es  reflejo de una lucha soterrada por salir del gheto, ese lugar  en el que los homosexuales y lesbianas  han quedado angustiosamente encerrados. 

En la actualidad hay digna  tolerancia – mejor decir un poco más de justicia - , y aún así “esos comportamientos extraños”, esas llamadas “rarezas de conducta”, siguen siendo  en muchas sociedades un anatema.

El grito desgarrador del protagonista de “La máscara...” la puede uno  escuchar aún después de tantos años, al sentirse en cada párrafo la confesión de un hombre cuando se aparta con pánico de los seres a los que desearía amar.

Y en  medio de tanto padecimiento  interior, una  sincera confesión:

“Podrido hasta los tuétanos como una carroña, objeto de náuseas para los demás y para sí mismo, sólo Dios podía atreverse con él... Siempre queda Dios. Dios no aborrece jamás al hombre, no siente jamás repugnancia por él”.

Nos vino ahora  a la memoria - tras  el pavoroso y brutal  asesinato el pasado domingo en Orlando,  Florida,  de 50 homosexuales y algunas lesbianas -  un hecho olvidado en mi propia vivencia sin que su desventura afligida y sobrellevada  fuera menos quejumbrosa en el tiempo trascurrido.

 Sucedido hace años, no obstante la existencia son recuerdos agridulces que se van agrupando como arena del secano en las comisuras de la piel y en los recovecos del espíritu.  Aquellos días salimos de Caracas hacia España con el deseo siempre anhelado de visitar a madre en la villa de Gijón, Principado de Asturias.

Algo me decía que necesitaba hablar conmigo, lo sentía en el mover de la sangre en el cuerpo, era como la picazón de una extraña llamada que venía del fondo de las vísceras, allí donde siguen vivas las voces de una niñez entrelazada sobre la carne abierta de una mujer que me alimentó, ayudándome a ser hombre con la propia saliva, ya que la leche de sus pechos se quedó cuajada, hecha requesón de hondas herida a cuenta de  de una guerra civil con portones de púas  trancados y caminos destrozados.  

Remonté  la empinada cuesta del cementerio de tantos recuerdos y, como si se abriera un amplio ventanal hacia el valle de sinuosos matices, contemplé corretear mi infancia. Allí estaba la calle Eulalia Álvarez, suelo de tierra machacada (polvo y arena), viviendas de una sola planta apretujadas donde las pasiones, las doloras y hasta los mismos entrecortados suspiros en las noches cegadas de sopor carnal, se compartían.

Algo curioso, no vi a Lucia, la muchacha que en matices de amores jamás supe si iba o venía, pues en eso fue una veleta, un mal sopor, una herida jamás cicatrizada. En su ambivalencia, el corazón sólo latía ante jovencitas en flor. Lesbos plantó una selva en su alma cuyas raíces la fueron comiendo por dentro. La vida para ella, más que una ilusión, un canto mañanero, fue un golpe seco, como si el filo de una navaja le fuera cortando, uno a uno, los hilos con los que sostenía su pasión escondida, prohibida en aquella sociedad judeocristiana.

Sentí congoja al no verla, era buena como el pan amasado y hecho en casa, ese cuyo olor penetra en los poros e imprime la serena calma del buen hogar. La existencia placentera en aquella calle larga y estrecha donde la vecindad era casi una religión mundana, hubiera sido distinta sin ella. Nos enseñó, a todos los niños de la barriada, el difícil camino de la vida que se abría ante nuestros ojos, y el hombre que hoy soy –en lo bueno -  le debe mucho, acaso demasiado, a la mujer que terminó siendo como un álamo amarillo cuyas hojas de otoño cobrizo la dejaron sola entre las caracolas de la querencia furtiva.

Ahora, en el matiz del recuerdo, y desde aquel balconcillo donde se apoyaba la infancia perdida, recordé a la mensajera de la estación total que el poeta de Palos de Moguer, Juan Ramón Jiménez, hiciera tan suya:

“Todas las frutas eran de su cuerpo, / las flores todas, de su alma. / Y venía, y venía / entre las hojas verdes, rojas, cobres, / por los caminos todos…”

Pregunté  a madre por Lucía.

- Un día aciago se hizo hálito, se volvió mariposa y debe estar ahora por los acantilados del Sur, lugar en que los promontorios recogen a cada  náufrago con heridas en  el corazón.

- ¿Te acuerdas de su  bondad?

– Cada día. Llevó su sexualidad sáfica afectiva   con la dignidad de una princesa jorobada que hubiera terminado siendo la risa de los bufones de la corte. Si alguien supo de sufrimientos, desprecios, soledad y miedos  ha sido ella.

El camposanto estaba, en esta mañana de geranios húmedos, sauces dormidos, cipreses negros, como aletargado, y con ellos, envuelta en luz y sombra, venía en túnica nívea sobre un cuerpo de mármol, una Safo-Lucía que fue santa, virgen y mártir.

 



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