Guerra, muerte y paz


Declinando van los bellos días primaverales  y hay  en el remolinar de la brisa, aún calenturienta, sensaciones aposentadas en las junturas del aliento. Uno vive de profusas maneras, y solamente las evocaciones sostienen el tiempo recóndito que a cierta edad, más que correr,  se ha vuelto huracán sin freno. La última frontera está ahí, a un paso.

Bien lo rememoro todavía, y es que la historia épica confunde y nos enmaraña en permanente círculo sin poder hacer nada en ese torbellino encabritado.

Hemos salido por dos escaso días a Grecia cruzando el Mar Mediterráneo desde el aeropuerto levantino de Valencia, sabiendo antes de llegar que todos somos un poco  oriundos de esas tierras del Egeo, forjadoras de perpetuidades y en las que dio comienzo la aventura  del pensamiento, cuando  nació una de las cualidades que hicieron al hombre libre: el diálogo.

Esa es la razón de mirar esos labrantíos    con ternura  al estar nuestra memoria sobre los afanes humanísticos.

De esa atalaya - Platón  y Aristóteles,  moral y ética - nos envuelve el aire y las costas brumosas en la lejanía camino de  Creta. Allí, en fecha lejana,  acudimos a cobijarnos bajo pinos  y a bañarnos en aceite de oliva, para que los  días nos fueran propicios y el reuma nos permitiera cerrar los ojos durante las noches dolientes.

Al amanecer, en el puerto de Janiá, se podía  contemplar el cambio de la luminiscencia, y así, tras un blanco translúcido, venía  un manto de claridades purpúreas.

Los crepúsculos  eran suaves y preñados de nostalgias. El mar se volvía azulino,  y uno, caminante de ver y asombrarse, sentía ese montaje visual llevado de manera tan natural, que hasta las  barcazas  canturreaban con las olas al compás de las estrofas de  Kavafis:

 “Aquí debo detenerme. Que también yo contemple un poco la naturaleza”.

Siempre hacía fresco al llegar el alba. Más tarde todo se volvía tórrido. Solamente al abrirse el balcón acicalado de cal, ya  inclinada la tarde, la brisa húmeda  regresa risueña.

A mediados de septiembre o primeros días de octubre, vendrán grandes nubes  melancólicas y tal vez derramen las primeras lluvias.

Comienzan a irse los veraneantes, las falúas se adormecen, mientras los niños en las escuelas de la isla  volverán a las páginas de Homero. Son bienaventurados: si ellos quisieran  podrían hablar con Ulises, escuchar los cantos de las sirenas y, un poco más tardíamente,  ver reunidos a los reyes Alejandrinos con Cesarión presidiendo el cortejo.

Al salir de las aulas, los pequeñuelos vestidos de blanco con lazos azules cantan: “Cortaré la adelfa y el laurel del monte de Psilorítis, para  coronar los muertos que dieron gloria a Creta”.

 La tarde caía. Me senté a la puerta de un pequeño bar del camino y con un  refresco de limones de estos surcos abiertos,  seguía leyendo el libro que nos acompañó en estas pocas horas y que cuenta una historia breve de la mitología griega. Su autor es  Pierre Vidal-Naquer y en cada página, bajo el titulo “El mundo de Homero”, supimos un poco más  de los griegos y troyanos, del amor, la guerra, la muerte y la paz, hermosa palabra e imposible de tener entre los ventanales del alma.

Lejos, sobre ese mar e islas de las mil aventuras, docenas de refugiados intentan hacen la imperecedera travesía de Odiseo. Muchos no llegaran a ninguna parte. Serán eternos exilados.

Cuando despiertas esos vientos uno siente de que malaventura habla.



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