Pensiones

Decía Churchil que “un político piensa en las próximas elecciones y un estadista en las próximas generaciones”. Sabia reflexión que viene a patentizar que en España abundan los políticos y escasean o, mejor aún, no existen, los estadistas. Y no es esta una afirmación gratuita. Nuestros políticos improvisan, dan respuesta a situaciones a partir de acontecimientos sociales puntuales pero son incapaces de planificar, de anticiparse a los problemas y resolverlos. Más aún, en ocasiones, según el ámbito de poder que ostenten y del partido que los sustente, adoptan soluciones contradictorias entre sí por más que el interés público se muestre diáfano y patente para cualquiera que quiera percibirlo, por pocas luces que tenga.

Quizá el ámbito en el que mejor se visualiza esta situación sea el relativo a las pensiones. El Fondo de Reserva de la Seguridad Social que, como su propio nombre indica, es un fondo de estabilización y reserva destinado a atender las necesidades futuras en materia de prestaciones contributivas originadas por desviaciones entre ingresos y gastos de la Seguridad Social, es un recurso al que se acude con demasiada frecuencia porque el Sistema de la Seguridad Social es un enfermo crónico difícil de curar, cuyo tratamiento no es autónomo, sino que está interrelacionado con otra dolencia más grave aún si cabe, el desempleo, para el que no existe receta conocida.

Son muchas las opiniones que se han vertido en orden a mantener a este enfermo sin necesidad de respiración asistida. Todas son respetables pero todas deben tener en cuenta que las pensiones encarnan el principio do ut des (doy para que des) en su más pura manifestación. El trabajador en activo paga una cuota para recibir el día de mañana una pensión. Cualquier medida que interfiera en este principio, que lo minore o que lo perturbe es un fraude de ley de libro, agravado aún más,  porque habría sido cometido por el Gobierno vulnerando, además, el principio de buena fe que debe presidir las relaciones con los administrados.

Al aumentar la esperanza de vida, es indudable que el déficit seguirá incrementándose, ya que el envejecimiento de la población es muy superior a la creación de empleo. Los expertos están, divididos a la hora de ofrecer soluciones. Unos entienden que hay que reforzar la financiación de las pensiones con un nuevo impuesto y otros defienden que es del crecimiento económico y la consiguiente creación de empleo de donde debe venir la solución.

En tanto nuestros políticos se convierten en estadistas,  algunas medidas domésticas se pueden adoptar.  En primer lugar –y nos estamos refiriendo al ámbito público, por eso son domésticas- homogeneizar en todas las administraciones públicas la edad de jubilación, fijándola en los sesenta y cinco años, con posibilidad de prolongación hasta los setenta y dos a voluntad del trabajador, siempre que acredite que se encuentra en condiciones de continuar. Son muchos los empleados públicos que se acogerían a ella - especialmente en el ámbito sanitario- oxigenándose así el sistema y posibilitando que del caudal de experiencia acumulado por los interesados se puedan seguir beneficiando los ciudadanos.

En segundo lugar, que las vacantes, sean cuales fueren, se cubran obligatoriamente, de tal manera que la incorporación de un pensionista al sistema se simultanee con la incorporación de un nuevo cotizante, para mantener un mínimo equilibrio.

Si nuestros políticos, algunos de los cuales consolidaron el derecho a la pensión máxima con solo siete años de cotización, siguen pensando que el único sacrificio que deben asumir es el de dormir la siesta en el Congreso en lugar de en su casa y continúan improvisando soluciones,  el fracaso del actual sistema de pensiones no será una crisis, será una estafa.

 



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