Nunca me gustó el juez Castro, al que conocí no por sus aportaciones al mundo del derecho, sino por su actuación en el caso Nóos. Y no me gustan ni sus formas ni su estilo. Sus interrogatorios no se caracterizan por rezumar lenguaje jurídico. Juzgue el lector. Está interrogando a Diego Torres sobre la reunión en el Palacio de la Zarzuela con el Presidente Camps y la Alcaldesa Rita Barberá. Pregunta: “¿No alucinó?” Son comentarios típicos: “Oye, vamos a Zarzuela. ¿No me digas tío? ¡Qué pasada!”
Sus declaraciones a los periodistas en el aparcamiento y en los aledaños del juzgado no son tampoco el mejor ejemplo en esta etapa histórica difícil en la que tanto debemos confiar en la justicia. Recuerdo aquella pregunta “¿Va a imputar a la Infanta Cristina?”, a la que contesta eufórico: “Lo estoy pensando, ya veremos”
Algunos medios y también una parte de la ciudadanía consideran al juez Castro un héroe por haberse atrevido a imputar a la Infanta. Hay que recordar, sin embargo, que tal imputación venía precedida de un Auto del propio juez en el que se mostraba contrario a tal decisión, que recibió el beneplácito de la Sección 2ª de la Audiencia Provincial que tuvo en cuenta para tal determinación el mismo material que posteriormente utilizó el juez Castro para cambiar de opinión. Cualquier ciudadano con los indicios que pesaban contra la Infanta hubiera sido imputado desde el primer momento. El juez Castro lo hace cuando se siente seguro y jaleado por los medios de comunicación.
Por tanto, de valentía, nada. Tener la oportunidad de pasar a la historia judicial española como el primer juez que imputa a un miembro de la familia real es un caramelo difícil de rechazar. Además, a los 67 años (edad que tenía cuando imputó), por tanto, a un paso de la jubilación, poco se puede temer y a poco se puede aspirar.
Cuando creíamos que había pasado a mejor vida en este proceso, nos sorprende con una carta dirigida al juez Santiago Pedraz, instructor del caso ”Manos Limpias-Ausbanc” en la que relata que en el año 2013 recibió varias visitas del abogado Jaume Riu, en la última de las cuales le propuso una reunión con el sr. Roca, abogado de la Infanta que debía ser secreta, aunque, según dice, no se concretó el motivo que presume giraría en torno a la situación de Cristina de Borbón.
Prosigue el juez en su misiva manifestando que de haber aceptado, esa reunión solo podría tener lugar en su despacho y en horas de audiencia.
Puro fariseísmo. Todos pudimos ver las imágenes del juez y la abogada de Manos Limpias en una cafetería de Palma departiendo amigablemente en plena efervescencia de la instrucción del Caso Nóos. ¿Con la abogada de Manos Limpias que es la única que mantiene la acusación se puede reunir fuera del juzgado y con el resto de los abogados en su despacho? Con esta actitud incoherente pierde toda credibilidad.
El fiscal ve inútil que el juez Castro declare como testigo, Pedraz asume la tesis del fiscal y dice que no se puede testificar sobre especulaciones. Se le reprocha que no hubiera actuado cuando tenía competencia procesal.
Es curioso que el juez Castro dé trascendencia pública a este asunto ahora que la única parte acusadora de la Infanta está en la cuerda floja y que, por tanto, su imputación pueda quedar en agua de borrajas.
Meyer aconsejaba que quien, como el juez, sostiene la balanza no puede moverse de su puesto sin que esta se incline para un lado. Muratori decía que el juez debe desnudarse de todo deseo, amor y odio, temor o esperanza y ha de sondear el corazón para ver si oculta en él algún impulso secreto de desear y de hallar mejores y más fuertes las razones de una parte que de la otra. Nosotros decimos que cuando se tiene al juez como fiscal, se necesita a Dios como defensor.
No sería de extrañar que los abogados de la Infanta estén experimentando la misma sensación que aquel que cuando fue rescatado porque se estaba ahogando en una tinaja llena de perfume gritó: ¡Mierda!
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