Lunes y campo abierto. Esta semana no iré a Oviedo. Este mes, no iré a Madrid. Mi mundo, a diferencia de lo que ocurre a la mayoría de mis semejantes, se ha estrechado hasta límites visuales. ¿Recuerdas El Gato con botas? “Hasta donde alcanza la vista –decía el gato- todo pertenece al Marqués de Carabás”. Hasta donde alcanza la mía, podrán ir ahora mis “viajes”, salvo mar adentro, adonde sólo se puede mandar la imaginación con todas las velas desplegadas. “A todo trapo”, “de bolina”. Siempre me ha hechizado pensar que del otro lado de cada singladura imaginable, habrá siempre otra costa donde se puede conocer gente nueva, diferente. Hace mucho, en no sé qué libro, leía yo que cuando se encuentran dos grupos humanos, o, sencillamente, dos humanos diferentes, pueden sonreírse y entablar relación amistosa o enfrentarse a garrotazos. Y que lo uno o lo otro dependen de meras circunstancias ocasionales e imprevisibles.
Conocí Madrid y estuve allí por primera vez en octubre de 1946. Me esperaba en la estación mi hermano Pepe, que me llevó a una pensión de la calle Carretas, encima de Sederías Carretas, y, desde allí, me llevó andando y volvió conmigo en metro hasta la Universidad, que entonces estaba en el caserón de San Bernardo, un poco antes de la estación de metro de Noviciado. “Ahora ya sabes lo esencial –me dijo- y tienes que aprender a arreglártelas solo”. El metro, Sol, Noviciado, costaba tres perrinas. Tres perrinas eran quince céntimos de peseta. La pensión Lombao, “viajeros y estables”, donde permanecí mientras terminaban no sé qué obras en el Colegio Mayor, entonces Residencia de Estudiantes, a que iba destinado, era un pensión entrañable, que me cobraba novecientas pesetas al mes, comprendido el bocadillo de tortilla francesa que me daba la patrona, doña Manuela, a eso de las seis de la tarde en concepto de merienda, según pacto con mis mayores, en un tiempo en que todavía había cartilla de racionamiento y vendían pan de estraperlo, barras, a duro, que se sacaban de debajo de las sayas mujeres que lo vendían a hurtadillas a las puertas de los mercados. A los pocos días, la primera clase a que asistí fue en el aula más grande de la Facultad y fue de Derecho Romano, que explicaba con entusiasmo don Ursicino Alvarez. El aula estaba abarrotada. Tenía yo diecisiete años. Al lado de mi casa, aún existía el café de Pombo, más abajo, ya en Sol, a la derecha según salías de la calle, estaba todavía el café de Levante, y enfrente el Universal. Pasaban por la Puerta del Sol decenas de tranvías, tintineando las campanillas, recuerdo que el 9, que salía de una bocacalle nada más iniciarse Preciados, iba a la Bombi, donde la verbena. Aquel de la Puerta del Sol y aledaños fue mi primer barrio de Madrid y me perdía adrede con frecuencia por los recovecos del Madrid de los Austrias, que ha sido siempre mi Madrid preferido por lo mágico y sorprendente que todavía es, a pesar de lo mucho que ha cambiado.
La pensión Lombao, que dije, estaba en Carretas, 6, 2º, en realidad, cuarto piso de uno de aquellos caserones del viejo Madrid, casi detrás del Ministerio de Gobernación, el del reloj de fin de año, al lado del kilómetro 0 de las carreteras de España. Era 4º piso porque había el bajo, a la altura de la calle, alquilado a Sederías Carretas, entresuelo, principal, 1º y nuestro segundo, con un letrero a la puerta, de esmalte blanco y letras negras: Pensión Lombao, y debajo lo de Viajeros y Estables. Los estables éramos los estudiantes, Pepe Sánchez Valledor, su primo Evaristo Fernández, los hermanos Ortiz, Pepe, Luis y Armando, Pepe Orejas, Ramón Gurriarán, su primo Ezequiel y yo, que recuerde, la señorita Felisa, que trabajaba en Balenciaga, Nines, morena de verde luna y ojos negros, radicalmente brillantes, que empezaba en el Ministerio de Hacienda, mi primo Enrique Armas y su colega Antonio Llordén, que trabajaban en el Sindicato de Industrias Químicas, había además un policía muy secreto, de nombre asimismo secreto y Socorrito, algo parienta de la patrona, que decía que ella era “roja y republicana”. Y luego, entre los de paso, merece mención especial el señor Alarcón, viajante de joyería fina, andaluz, supersticioso y genio del mus, que, cuando lo cobraba así, decía siempre: “amarraco limpio; Nicolasa, borracha, que estás puta” y se regocijaba de su muletilla, añadiendo lo que dicen siempre los museros de pro, de que ellos estaban allí el día que se inventó el juego, y todos los demás seguimos siendo unos aprendices y unos manazas.
Estuve allí mi primer curso y el primer trimestre del segundo, que dicho primero era como un preparatorio selectivo, nos hacía atravesar, aparte el crisol del Derecho Romano, que nos impartía don Ursicino Alvarez, por la Historia del Derecho, con don José Maldonado y don Galo Sánchez, Zumalacárregui, se apellidaba nuestro profesor de Economía Política y el de Derecho Natural era don Mariano Puigdollers.
En segundo curso, empezábamos Derecho civil parte general, con don Federico de Castro y Penal, también parte general, con don Eugenio Cuello Calón, Político, con don Nicolás Pérez Serrano, que iniciaba puntualmente sus clases a las 9 de la mañana y Canónico con el decano, don Eloy Montero. Acababa de publicarse la primera y poco después famosa Ley de Arrendamientos Urbanos, que llamaron Ley de Enredamientos Urbanos y se convirtió en seguida en campo de batalla entre los inquilinos y los arrendadores, súbitamente atrapados éstos en los diabólicos inventos de la prórroga obligatoria y la congelación de rentas, como secuelas todavía dolorosas para el cuerpo social de la guerra reciente. Recuerdo un seminario convocado para estudiarla e interpretarla por don Federico de Castro, en que destacaba la sutileza jurídica de un entonces catedrático de Civil de la Universidad de Santiago de Compostela, que había venido a participar, don Amadeo Fuenmayor.