En ninguna actividad humana la incompetencia tiene premio, excepto en la política.
Los electores, el pasado 20 de diciembre, formalizaron una suerte de contrato de encomienda con los elegidos con una única misión: formar gobierno.
Los elegidos no cumplieron el encargo. Aquellos que pudieron conformar mayorías antepusieron sus fobias, sus antipatías personales y sus disparatados programas al interés público del mandato recibido.
Eso sí, su fracaso no va a tener repercusión alguna en el percibo de sus retribuciones. Es más, algunas de Sus Señorías viajaron a NY, Japón, Montevideo, Sarajevo, Belgrado y La Haya con cargo al presupuesto público.
El Rey, en los contactos mantenidos con los grupos políticos, les ha sugerido que afronten el nuevo proceso electoral con criterios austeros, pero nada les ha dicho sobre la ejemplaridad que supondría que renunciaran a las subvenciones que percibirán a resultas de las nuevas elecciones.
Los partidos son los auténticos beneficiarios de esta situación: con su fracaso hacen negocio. Hace cuatro meses recibieron ingentes cantidades de dinero por los resultados electorales. No deberían volver a recibirlas hasta pasados cuatro años, pero su propia desidia los hace de nuevo acreedores de cantidades similares por el nuevo proceso electoral que ellos mismos desencadenan. Causan el daño y perciben la indemnización.
Esta suerte de circo negociador al que hemos asistido nos ha servido, sin embargo, para conocer la personalidad de los actores.
Mariano Rajoy quizá fue el más beneficiado. Entendió que la democracia es cercanía, proximidad, pueblo, y no el plasma sazonado con las fantasías y realidades que cuentan los asesores. Solo le falta aprender a controlar los gestos. El mensaje es el que envían los ojos, las manos, el cuerpo, y sus tics denotan que en ocasiones no cree lo que dice.
Pedro Sánchez arriesgó mucho y perdió. Lo jugó todo a la abstención de Podemos sin darse cuenta de que las ambiciones enfrentadas no pueden reconciliarse nunca. Quizá le sirva pensar que en la política, como en la vida, lo importante es aprender de los errores.
Pablo Iglesias se nos ha presentado como un maestro del oportunismo, pero como un oportunista hábil, adornado de las cualidades que debe tener un buen político: verborrea, sagacidad y una cierta dosis de crueldad. Solo su enrocamiento en el referéndum catalán lo desacredita como político responsable. Es un teórico que no ha sido capaz de entender –y eso le hará fracasar- que España responde al modelo pluribus unum –a partir de muchos, uno solo-. El referéndum catalán solo puede acarrear una fractura social y un caos económico que España no podría soportar. Ha fallado en lo elemental.
Albert Rivera ha salido ileso del proceso, quizá reforzado. Su alianza con los socialistas le puede pasar factura entre sus votantes naturales, pero, en todo caso, ha dado una imagen de seriedad, de sentido de Estado y de responsabilidad.
¿Llegaremos a ver el camión de la mudanza llegando a La Moncloa? Es improbable. Rajoy volverá a ganar y podrá gobernar porque, a pesar de todos los problemas de corrupción que rodean al Partido Popular, es el que menos desconfianza genera. Además, el miedo a perder el poder le da alas, porque pasar del timón del Estado a no tener lugar ni en la bodega es muy duro.
Es buen momento, también, para jubilar a mucha gente: a los oportunistas que están en la política para su beneficio personal (la lista es muy amplia) y a aquellos otros a los que les ha dado tiempo a envejecer en el cargo (por todos, Celia Villalobos).
Unos y otros deben saber que en política solo importa ganar, aunque acabar perdiendo es inevitable.