El desgarro de Chernóbil

Svetlana Alexievich nació en Ucrania, pertenece a la sarga de los autores bielorrusos. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura el año pasado. Sus escritos, testimonios periodísticos escritos con una maestría humanística,   son  la voz de los que no la tienen.  En  “Voces de Chernóbil”,  monólogos de aquel suceso que estremeció la saliva, el aire y la misma tierra desgajada hasta lo más profundo de sus raíces, Svetlana deja hablar a los desformes despedazados de cuerpo y alma. Estas primeras líneas que tomamos del libro  hacen temblar aún ahora cuando se cumplen 30 años del suceso atómico:

Chernóbil, pueblo de Prypiat, Ucrania, 1986:

“Cierra las ventanillas  y acuéstate. Hay un incendio  en la central. Vendré pronto”. Esas palabras de un joven bombero a su esposa embarazada  fue la despedida sin regreso al hogar.

En los segundos en que las primeras moléculas se fueron organizando en el universo - no al azar, sino en  obligación de la mecánica  cuántica -  ya tenía dentro el germen que millones de años más tarde resurgiría  las preguntas básicas de nuestra expectante existencia: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí?

 La humanidad se formó en la fusión del núcleo del que estamos hechos, y la energía de una central nuclear  no es compasiva ni  maléfica, es la materia de la que está lleno el Cosmos.  Bien tratada nos ayuda, de  lo contrario padeceremos la demencia que cayó en Hiroshima y Nagasaki en la II Guerra Mundial. Si eso llegara a suceder nuevamente en un acto demencial, la esencia viviente  se volvería polvo de estrellas, carcoma de hados; y entonces ya no habrá más poemas de amor y desespero, sonrisas, cuentas por pagar, abrazos, ríos cristalinos, mañanas claras o llenas de nubarrones, un sol luminoso ni una luna llena, todo oscuridad, vacío eterno, mientras Dios se iría  a pastorear otras urbes  en esos universos paralelos que menciona Stephen Hawking. 

James Lovelock  lo cuenta en su libro “Gaia” - nombre de la diosa griega del planeta – después de llevar su existencia  observando el comportamiento de la Tierra. 

“Temer a la energía nuclear es como tener miedo a los eclipses de luna o de sol”. 

Él no comparte muchos de los puntos de los ecologistas modernos, y habla de que éstos tienen el corazón bien puesto, pero la cabeza mal hecha. 

Se equivocan – afirma – lo que atacar los problemas más superficiales del medio ambiente. 

“No es más que un problema de reciclado. Las rosas florecen mejor en el corazón del contaminado Londres que en mi lugar de trabajo al aire libre, donde son atacadas por hongos e insectos. Nada es más contaminante que un rebaño de vacas; guardando las proporciones, ¡éstas producen más residuos y gases tóxicos que cualquier fábrica!”. 

Así de clara es su opinión sobre las campañas contra la energía nuclear. Él va a contracorriente y lo hace con demostraciones. 

“Los ecologistas consideran que lo nuclear es demoníaco. Sin embargo, se trata de una energía natural. El Universo no es más que una infinita cadena de explosiones atómicas; cada estrella es un reactor, y en nuestro planeta existen “reactores espontáneos” creados por microorganismos. Estos campos no hacen otra cosa que reproducir, al servicio del hombre, fenómenos que existen en la naturaleza”. 

Es posible que Lovelock tenga razón, no lo sé. Mis conocimientos basados en la materia son precarios, aún así una cosa parece ser cierta ante las consecuencias que estamos viendo: si no se controla la fusión nuclear, el peligro es permanente. No hace falta decir que lo de Chernobil, sucedido el 26 de abril de 1986, fue un amargo ejemplo, aunque podemos hablar todavía de las bombas atómicas lanzadas contra Japón al final del II conflicto bélico mundial.

A razón de factores combinados provocados en Chernóbil, el aumento de enfermedades, en la sangre, el sistema nervioso, órganos digestivos y respiratorios, ha sido, y sigue siendo  una secuela punzante. 

Aún llegan noticias de lugares tan alejados del epicentro de la tragedia, como es Australia. Allí residuos de nubes radioactivas empujadas por los vientos llegaron a la zona de Nueva Gales del Sur, siguen contaminando ganado y vegetación. No en la misma intensidad que en Europa, pero sí con la suficiente penetración para dejar secuelas.

Chernóbil está cerrado en un radio de 50 kilómetros; algunas personas siguen viviendo en la zona, muy pocas, es cierto, pero no quieren irse. Lo sorprendente es que las aves y los animales el amplio cinturón han proliferado y están sanos. 

Desde que existen las centrales nucleares, solamente dos  accidentes graves ha sucedido: Chernóbil, error humano,  y  la central de Fukushima en Japón debido a un tsunami.



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