La noticia conmueve: miles de menores han desaparecido en su largo peregrinar huyendo de las guerras en Siria, Eritrea, Somalia y los conflictos del Magreb camino a Europa. En medio un punto enigmático: ¿Cómo desaparecen centenas de pequeños expatriados sin que nadie pueda dar razón?
El informe de la agencia policial de la UE cristaliza las venas: “No se les perdió el rastro llegando a las fronteras, sino que se evaporaron de los centros de refugiados donde eran acogidos”.
Nada sabe donde se hallan. Las organizaciones de ayuda a estas almas huyendo de la tragedia que les envuelve, temen que hayan caído en las garras de las mafias de tráfico de personas o hacia el abuso libidinoso.
Impúberes que han perdido toda la esperanza, el encanto, la sonrisa apacible, sin madres amamantadoras predispuestas a acurrucarlos contra su pecho, lugar en que la sangre amada cabalga y corre leche caliente cristalizada de nata.
Desde el primer instante se les ha enseñado a mal vivir antes de poseer un juguete, mientras en sus débiles corazones comienzan a germinar plagas de ortigas y tierras de sequeral.
La conciencia nos debería tronar percibiendo el brutal panorama. Cada inocente sin sombra, dos lagrimones surcando el rostro rasgado, es el atroz reflejo de una tragedia, latente sinfonía sin voz ni grito que despedaza las entrañas, las estruja y, al final, a todos nosotros nos hace cómplices pasivos. ¿Nos inquietan en verdad los refugiados?
En Bruselas, la Comisión Europea se niega a hablar con claridad de la presencia de redes criminales dedicadas a la explotación de menores que vienen operando a partir de Italia, Grecia, Hungría, Austria, Alemania, y Turquía, la primera tierra a la que llegan los huidos del desespero y la desazón que los tachona sin clemencia.
Las organizaciones humanitarias dedicadas a proteger a los refugiados hablan de cómo “el caos, la inacción y la nefasta gestión de la crisis de refugiados están dejando el terreno libre a las mafias”. Unicef solicita un plan europeo coordinado y coherente. Algunos expertos apuntan a la posibilidad de tomar muestras de ADN en las fronteras por las que llegan los desterrados y poder saber de esa manera y en todo instante el lugar en que han sido ubicados. Una enfermera, en la isla griega de Lesbos, habla: “Los niños huidos de las hostilidades bélicas, de un día para otro, simplemente dejaban de existir”.
Viene al recuerdo una obra que años atrás nos pareció brutal, y ahora la percibimos como reflejo cotidiano de la realidad palpable. Hablamos de la novela “El pájaro pintado” del polaco Jerzy Kosinski.
Lo relatado sucedió en países del Este de Europa y se refleja ahora en el espacio comunitario. Los padres, convencidos de que lo mejor para asegurar la supervivencia de un hijo durante los espantos de una guerra, es alejarlos de ella, los envían al abrigo de un lugar lejano, perdido en la inmensidad de cualquier parte, que en el sumario que nos ciñe son las naciones de Occidente.
Cuando eso acontece – y ya ha sucedido en el último conflicto de los Balcanes, desde Albania a Eslovenia - , muchas de esas criaturas, debido a una causa u otra, se suelen perder en los vericuetos de un peregrinar insalvable entre los labrantíos del dolor y la muerte.
Algunos son obligados a mendigar, prostituirse, o quizá algo más infame: trabajar de esclavos hasta reventar.
Razonablemente, impidiendo que eso suceda, se les encierra a la manera de los papagayos o los ruiseñores: en jaulas. Eso acontece aún hoy en el norte de China y en pueblos como Somalia, Eritrea, Ruanda o Uganda. Igualmente en suburbios sórdidos de las grandes ciudades.
En las metrópolis, una vez llega ese colectivo de los empobrecidos países del este y en conflictos del Medio Oriente, puñados de niños mendicantes como se hacía en la baja Edad Media, salen, igual a piaras, hacia las playas, travesías y plazas a requerir limosnas.
Van en fila, cabizbajos, andrajosos, cual manada de animales hacia el matadero, siendo la estampa del padecimiento cuando el cuerpo magullado se abre en canal.
Innumerables están tullidos, ardiendo de fiebre, quebrados sus huesos, y representan un retablo de la podredumbre humana. Se les deja confinados en esas condiciones de conmiseración con la inexcusable obligación de obtener dádivas a cuenta de sus bárbaras deformaciones.
Errantes sin destino, niños o niñas, miran al viento como su único cobijo, le murmullan una antigua canción de aguinaldos inconexa al no poseer alas que les ayuden a evadirse con él: “A esta puerta hemos llegado / cuatrocientos en cuadrilla / si quiere que le cantemos sáquenos usted dos sillas”.
Si hoy regresaran algunas de las páginas brutales del autor de “La piel”, esta crónica de infortunio, angustia y desesperación, surgiría de ellas.