De viajes y remembranzas escribimos con más sosiego al regreso de los caminos bifurcados. Todo recuerdo se torna y erige nuevo espacio, siendo entonces, con las ideas escudriñadas en el blog de notas, el tiempo de darle presencia a las vivencias evocadoras.
En estas líneas se trenza un abanico de motivaciones que no será filología literaria - tampoco habría contenido suficiente en nuestras alforjas - , sino un ir haciendo croniquillas que el viento, como el lector, una vez sopladas, olvida.
Y así, en esta España en que anidamos, colmada de madrugadas abrileñas, costas azulinas, romances de ciego acicalando la piel y turistas despistados, uno se halla abstraído dando una ojeada al poso de un mosto, mientras el tinglado de la política ha quedado encallado tras unas elecciones que no consiguen formar nuevo gobierno.
No faltará quien cavile en medio del impasse actual que el pensamiento libertario -“a cada cual según sus necesidades, de cada quien según sus posibilidades” -, mal no le vendría a la actual situación carpetovetónica.
Aún así, y saliendo por peteneras, el labrantío de la juntaza actual no se concibe sin beber a sorbos un clarete de Valdepeñas, blanco de Málaga, tinto de Vega-Sicilia o los néctares de Rueda, es decir, alcohol embotellado en manos de costaleros que llevaron sobre sus hombros a la Virgen del Rocío o la amada Blanca Paloma, bajo esa luna rasgada en un mes de abril florido.
La Hispania es un mosaico en el que uno, ciudadano de a pie igual a tantos miles, siente cierta postergación cercana a la lasitud anodina.
A tal razón, entre roquedales, olivos y olmos, uno regresa, como tantas otras ocasiones, a Federico García Lorca, el poeta de la Huerta de San Vicente, la acequia de agua purísima, limoneros, el teatro de “La Barraca”, y su manoseado homosexualismo que nada tiene que justificar al instante de ensalzar su arrebatadora pasión y la genialidad incrustada en cada poema.
Lo fusilaron entre hierbajos adormecidos y búhos borrachos de aceite, en compañía de un sastre y un torero cojo. Nadie a puesta – aun sabiéndose de verdad - si eso es cierto, ya que todo Federico es duende, desgarro, caracolas temblorosas, redoble musical y quejidos recónditos. Es decir, la canícula ceñida al alma.
Algunas personas están cansadas de tanto Lorca. Dicen que solamente una docena de sus versos aflamencados, si se hiciera una lectura desapasionada, se salvarían, al ser lo demás expresiones jocosas; bulliciosas, sí, pero simples y llanas.
No es justo y no lo será nunca. Federico personifica la España con rostro de Lacoonte enfebrecido y la destemplanza embetunada recubierta de naranjos agrios. Rafael Alberti lo enunció:
“En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.
Siendo uno muchacho vivió en París unos meses. Rozábamos 20 años. Lo hicimos con un grupo de ilusos – en esos días serlo era vivir - llevando la obra “La casa de Bernarda Alba”. Uno formaba parte del coro que no se ve, y aún así está presente, como el olor a macho, durante la dramática representación. Eran unas letras imperiosas. Hemos olvidado a lo largo de esas décadas muchas cosas, no aquellos versos:
“Abrid puertas y ventanas / las que vivís en el pueblo, /el segador pide rosas / para adornar su sobrero”.
En la ciudad del río Sena, donde todo soñador otea el horizonte de sus anhelos, un matrimonio español exilado nos abrigó. En el hogar, una zona cercana al cementerio Pere-Lachaise, la familia republicana guardaba libros del poeta granadino incorporados a lo poco que habían podido llevar en su caminata despedazada, partiendo de Barcelona a la frontera con Francia, una vez perdida la guerra fratricida. Días después realizó ese mismo éxodo desgarrado Antonio Machado con su madre. Al llegar al pueblecito de Collioure, ella murió 3 días antes que el autor de “Campos de Castilla”.
“Bernarda Alba” fue la última obra teatral de Lorca. Al consumarla había un sonido de cigarras y olía a hierbabuena.
El texto, sintetizado en cinco hermanas, es un ramalazo carnal que perfora los muslos de las hembras. La madre – guardiana de sus honras - lo expresa al impedir de cuajo que penetre en ellas una gota de sudor varonil:
"En ocho años que dure el duelo, no ha de entrar en esta casa el viento de la calle".
No lo consiguió. La virginidad entregada y consentida de la hija más pequeña coaguló la honra.
Al crepúsculo, un toro arremetía lascivamente contra la luna desarropada yaciendo sobre la cama-agua del riachuelo. Buscaba a Pepe el Romano y no lo halló. Federico miraba la escena con su sonrisa de niño medroso y se pedía en la dehesa.
“¿A que no me encuentras?”, dijo el poeta. Cierto: ni el animal en celo, ni nadie, halló aún su tumba.