Barberá, Bruselas y babayos

La semana santa suele estar ayuna de noticias que no sean las relacionadas con los muertos en accidentes de tráfico.

Sin embargo, en esta ocasión son muchos los acontecimientos que han convulsionado nuestras conciencias y nuestras vidas.

A nivel nacional las informaciones sobre las anotaciones de la secretaria del Partido Popular municipal del Ayuntamiento de Valencia ponen de manifiesto un modo de hacer política que, al día de hoy, con la ética imperante, suponen una afrenta a la ciudadanía. Pero, no olvidemos que esos gastos que, al momento actual nos parecen impresentables e indecentes, son los mismos gastos que venían haciendo todas las Administraciones Públicas con anterioridad a la crisis económica.

Dice el Código Civil que las normas se interpretarán, entre otras circunstancias, atendiendo a la realidad social del tiempo en el que han de ser aplicadas. Sabia recomendación, sin duda, que, mutatis mutandis, debió ser seguida por la señora Barberá para aplicarla a su manera de hacer política. El reproche social y seguramente penal que se le debe hacer a la señora Barberá es no haber entendido que a partir del año 2008 las cosas habían cambiado y que, lo que hasta ese momento era un patrón de actuación normal y global de todas las Administraciones, debía dejar de serlo por razones de ejemplaridad, solidaridad y ética. La patrimonialización de lo público por la clase política pertenece al pasado y quien no lo haya entendido así debe responder por ello.

A nivel europeo hemos sufrido el tremendo atentado terrorista del aeropuerto y del metro de Bruselas.

Bélgica siempre ha sido un problema para la seguridad. Es un Estado fallido en el que los sistemas de inteligencia y policial constituyen un auténtico fracaso. Valga como anécdota que los estamentos policiales no se comunican entre sí y cuando lo hacen utilizan el inglés.

Es un país complejo, diverso, plural, triste, sin identidad, y por tanto muy apropiado para ser el refugio del mayor número de yihadistas retornados. Ya fue una lacra para la entrega de los etarras, en él se cobijaron los autores del 11-M, los de los atentados de París y ahora el tristemente famoso barrio de Molenbeek se ha convertido en un reducto yihadista.

Este renglón torcido de Europa es, además, peculiar, frío, enigmático y multicultural. Un país en el que las operaciones policiales estaban prohibidas entre las 9 de la noche y las 5 de la mañana, pone en evidencia su idiosincrasia.

            A estos escenarios sobrecargados suelen autoinvitarse personajes que responden al estereotipo de lo que nuestra rica y expresiva lengua asturiana denomina babayos. A esta categoría aspiran los alcaldes de Zaragoza y Valencia cuando justifican los atentados yihadistas apelando al «de aquellos polvos, estos lodos», como si la barbarie pudiera tener justificación.

El yihadismo existe porque existen las sociedades libres y democráticas, antagónicas con la doctrina que practican los terroristas, que solo conciben las dictaduras como sistema de gobierno.

            El eslabón más débil de la seguridad europea, con su ambigüedad inquietante y calculada, puede ser el germen de políticas similares a las patrocinadas por Donald Trump. Quizá no estemos lejos de reproducir anécdotas similares a la protagonizada por aquel mendigo de Nueva Orleans que portaba un letrero que decía: «Dame un dólar o voto a Trump».

            En cuanto a la formación del Gobierno, todo sigue igual. Cuando el poder del amor sea mayor que el amor al poder, otros gallos nos cantarán.



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