Llevo un tiempo ordenando desbaratados papeles. Son docenas, y eso no significa que contengan valías literarias. Hablan de la vida diminuta. La grande, la subliminal, es la de los escritores que Vladimir Nabokov explicó, en cursos de literatura, antes de su famosa “Lolita”, en universidades estadounidenses. Allí habitan Cervantes, Charles Dickens, Jane Austen, Proust, Kafka, Turguéniev, Dostoyevski y, entre tanta creación, Gustave Flaubert, del que Mario Vargas Llosa acaba de decir que no solo le debe el placer que le depararon sus novelas, sino “el haberme enseñado el escritor que quería ser”,
En mi cesta de hojas se agrupan artículos, narraciones e historias que he ido rasgueando a lo largo de los años. Igualmente cartas a madre que, por una u otra causa, no pude enviarle antes de que liara su hatillo al encuentro de la tajadura de la ausencia ineludible.
Un día llegué a visitarla. Hacía años de nuestro último encuentro. El inmenso océano que nos separaba era una barrera. Lo sabía y no se lamentaba, nunca dijo que le doliera mi ausencia. La soledad le había vuelto introvertida.
En la pieza - cocina, cama - donde pasaba las horas mirando tras el ventanuco, tenía en un aparador desvencijado las cartas enviadas. En la forma en que se hallaban colocadas, parecían un relicario.
Mucho tiempo hacia de que madre estaba desolada. Sus hijos se fueron marchando. Había anhelado pasar la vejez rodeada de nietos, preparando roscas de anís y natas con guindas. Apenas tuvo ese pequeño gozo durante un tiempo corto con las niñas de mi única hermana.
Le pregunté si le agradaban los escritos. “Veo cariño en ellos, hijo mío, y eso me basta”. Después colocaba su mano en mi rostro y yo sentía como si la niñez bajara a saltos hasta las espadañas del patio de la casa enclenque. Volvía ser su pequeño, el muchacho que le acompañaba a recoger moras a los campos cercanos al “Prau Pintu”.
En las tardes solía rezar a viva voz. Así aprendí las primeras oraciones. Eran como cuentos de hadas o relatos de dioses con barbas bermejas. Con los años supe la vedad: eran las pasmosas historias perennemente narradas en las antiguas religiones.
Otros días acudía al cementerio; se alzaba sobre un césped inclinado y las tumbas, cuando las iluminaba el sol de la tarde, eran un mosaico de luz. El camposanto fue su segunda guarida. En él reposaban la abuela y un hijo que se llevó la fiebre del heno. Allí hablaba con sus seres amados, y más de una vez la he visto adormilarse reclinada sobre una cruz de hierro en cuya tumba reposaban los restos de un obispo traído de La Habana.
Ahora se halla cobijada en su cementerio de Ceares. El camino que hizo del cuartucho a la metrópoli de los muertos, fue corto. La tumba la dispuso con tiempo y en ella iba colocando objetos. Las cartas están allí, también un candil. Decía que así leería de noche. Unas agujas de tejer, algunas madejas de lana y la cobija que abrigó sus huesos durante inviernos.
De un tiempo en tarde le envío misivas imaginarias. Las puede lee al ir directas a las ondulaciones de su alma. No responde ninguna. Apenas sabía escribir. Cuando lo hacia significaba un sacrificio y el reuma de sus manos tampoco la ayudaban. Ocupaban horas en terminar una cuartilla
Con certeza espera tenerme a su lado y será entonces cuando emprenda conversaciones sin temor de verme partir de nuevo.
Lo puedo aseverar: no faltaré a esa cita. Quizás el encuentro no esparza el poema de Samuel Taylor Coleridge o tal vez si y pueda llegar al Paraíso a verla. Con todo, no cortaré una flor allí. La llevaré de los ribazos de Ceares, campos que fueron aliento de su existencia.