La agonía de los expatriados de Siria es una odisea que no debería rematarse con un artículo de prensa, intentando apaciguar nuestra conciencia y la de los lectores, como hicimos en el pasado artículo.
El espanto, al mismo nivel que produjo la II Guerra Mundial, es ver cómo los países comunitarios prefieren pagarle millones de euros a Turquía y comprar el bálsamo que apaciguará sus vergüenzas, vendiendo los valores que enaltecieron Dante Alighieri, FrancescoPetrarca, Erasmo de Rotterdam o Tomás Moro, irradiados en la solidaridad hacia los arrodillados a sufrir una existencia que habrá de convertir en indigencia desesperada.
Con frecuencia llenamos cuartillas con esas magulladuras que han ido marcando las comisuras del pegadizo aliento. Una de ellas, leída entre marabunta de noticias, habla de fronteras infranqueable y, a lejos, salitre del mar Egeo, bosques de pinos, olmos, robles, castaños, escarcha y alucinaciones detrás del horizonte en el que una brújula interior marca las luces efervescente de esa Europa de las mil civilizaciones, saturada de pan de trigo, aceite, almendras, limones, uvas moscatel y fuego encendido que ellos, los expatriados, no podrán rozar con sus manos y lloran angustiados al trasluz de una luna abochornada.
Es irrefutable: un sufrimiento colectivo conmueve menos que un suceso centrado en un hecho personal, íntimo, arañado, sucedido en mar Egeo de Ulises, el eterno deportado, que sabe en demasía de estas tragedias homéricas.
Cuando el conflicto de Siria y la dureza de su presidente Bashar Al-Asad hizo de su política el levantamiento ceñido en la llamada “primavera árabe” de 2011, y con ello un trance aunado a la presencia alucinante del Estado Islámico y sus bárbaros episodios, el balance se convirtió en una caldera infernal: Unos 200.000 muertos y la cuenta no cesa; 11 millones y medio de desplazados, 4 millones de refugiados y el 90 por ciento de los sirios que sobreviven debido a la ayuda humanitaria de diversas organizaciones.
Al alba de esta historia vuelta tinieblas en la ciudad de Latakia a orillas del Mediterráneo, la joven, en estado de gestación, salió en una barcaza con otras 22 personas. Sus padres habían pagado 3.200 euros a la mafia local que la llevaría a la parte griega de Chipre con el anhelo de que una vez en la isla sobreviviría a la demencial guerra. Era una esperaza de los refugiados ávidos de llegar al amparo esa entelequia llamada Europa.
Cercana al promontorio las fuerzas le abandonaron, se volvieron ahogo, sudor sin fin. Delante de sus ojos delirantes en fiebre, se alzaba el mar Mediterráneo cuna de la filosofía, la fe enardecida y la tradición humanística imperecedera.
Recordó los días en que iba a la escuela y escuchó una balada que hablaba de un grano de arena que alza el vuelo y se hace nube. En eso pensaba cuando la chalupa se agitaba sobre las olas como una gaviota varada de cansancio. Con el desasosiego, pensó en volverse cúmulo de algodón. Algunos de sus acompañantes se lanzaron al mar agarrados a sus chalecos salvavidas. Unas costas brumosas se alzaban en la lejanía y las olas, de un blanco refulgente, formaban remolinos.
No tuvo el valor de saltar. La esencia germinada en su vientre se agarraba a sus carnes y un eco de resonancias le pedía que aguantara. La sangre remontaba en sus venas haciéndose nudo en la garganta. No recuerda más. Cuando abrió los parpados agrietados, una enfermara aliviaba sus pies quebrados y le sonreía. No entendía sus palabras. “Estás herida, pequeña, muy herida”. Tocó su vientre, lo palpó y sintió un vacío gélido. El gran viaje se volvió senderito en las estribaciones del alma. Quedó dormida y nadie pudo despertarla.
Llevada a volandas sobre el mistral, el siroco y el sinuoso jamsín, cruzaría la frontera sin barreras ni pasaporte, y todo se volvería incienso y mirra, los dones que los profetas entregan a las damiselas hermosas cuando cruzan el nirvana.
Una vez en el edén, una brisa dulcificada la trasportaba como si de una vestal se tratara a beber leche de Almatea, saborear requesón de Esmirna y oler jazmines, mientras humedecía los labios con el vino macerado de las diosas-madres inmortales en el Olimpo.
Ya puesta la mirada sobre el xenófobismo que está germinando – el giro radical de las naciones comunitarias y el triunfo de la extrema derecha alemana así lo corroboran –, la historia que hemos narrado es un relato en miniatura de lo que están soportando centenas de desplazados a recuento de los conflictos bélicos en el Medio Oriente.
Jamás los proscritos, aún siendo abrigados con vientos de libertad, volverán a ser los mismos. Nosotros, si fuéramos honestos, tampoco. Todos estamos envuelto hoy en las palabras de Churchill: “Sangre, dolor y lágrimas”. Añadamos zozobra ceñida a desazones desgarrados.