Chumberas, barro rojizo, dátiles

 

 A conciencia de un espacio interior tornado afinidades afectivas,  los breves viajes realizados al comienzo del año como aviento de los vaivenes interiores, nos hacen partir de ese lago de nombre mar  Mediterráneo hacia las bifurcaciones del Magreb, y de ahí  al encuentro de Marruecos. Dos horas en las alturas nos llevan al país de las especies con sabores a comino,  tomillo, incienso o el hinojo anisado. Aterrizamos en Casablanca.

Partiendo de esta ciudad de raza berebere, arrasada con las cimitarras almorávides y colonialismo  francés - dependiendo de la brújula que sostiene el  ánimo -  nos volvemos transeúntes en Rabat, Fez o Marrakech,  al encuentro de la inmensa cordillera  Atlas con bancales uncidos   a la novela “El cielo protector” de Paul Bowles y sus enebros rojos.

La antigua capital del imperio alauita, Marrakech,  le sabe al andariego a  chumberas, salmuera, vinagre,  palmerales tejidos a mano con hilos verdes  en el “Jardín Majorelle”  de Yves Saint-Laurent; clavo, aderezo y canela; murallas y barro rojizo, placitas y callejuelas, guardan aún jirones de un amor arabesco  arrancado  de una distante mocedad  encanecida.

 Tras un  tiempo de diásporas, retornamos al encuentro del cuero repujado donde incliné mi cabeza en una morada, tras la tumba de Ben Tachfine,  regada con agua de rosas y aceite de Argan  en la que Douniya, día y noche, frotaba sus cabellos azabache de odoríferos sensuales.

Un día, acurrucado en un tapiz  tejido en el valle  de Ait Mizane, en esa hora en  que la luz de la tarde comienza a menguar, escuché unas estrofas  populares  entonadas en la voz de mujeres tuaregs -  berebere de piel blanca -   bajo el cobijo de una jaima:

“Los días caminan lentamente como un rebaño de corderos que la noche arroja de sus pastos - ovejas blancas,  ovejas negras - .

Se alejan en el tiempo hacia el refugio de los merrah ignorados,  donde  reposa todo lo que fue y ya no lo es.

 Los días vuelan rápidos y apresurados sobre las largas olas silenciosas igual a  ibis en el campo”.

 Durante unos  años, el desierto del Sahara Occidental  formó parte de nuestra  existencia mezclada de vientos  lanzando el siroco dentro de  los cuencos con  leche de dromedaria. 

A partir de entonces estamos cimentados de una arena  que ha  moldeado nuestro  carácter y, aún siendo taciturno, es ahora  más  tolerante debido quizás a la extenuación de la edad.

 ¡Cuánta remembranza! Otra vez mirando  el céfiro desmelenado y la sorprendente serranía del Atlas. Igual a otras mañanas, hablamos de anhelos depositados en el suelo de la  manta de dormir  en un recodo del río seco, lugar en que las gacelas siguen buscando  la frescura  de las primeras brumas de la noche estrellada.

  Ese olor a té verde lo conocemos; el espíritu  está impregnado de él, saborea el relente de la piel y adormece con suavidad  los párpados.

A partir de cosechas inmemoriales, las tribus  bereberes venidas de las estribaciones de las cumbres y el desierto  bajan hacia Amara – Alá bendiga la ciudadela santa de los “hombres azules” -, se sientan a descansar al conjuro de los suntuosos alcázares y las murallas que circundan el parque  Abdel Salaam  y la puerta Aidi Fib.  

Cada año, ya en época del gran Mulay Ismail, descendientes jerifianos  del profeta Mahoma rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech y colocaban bajo su protección a las distintas tribus  nómadas de la misteriosa región, tan extraña y profunda como un cuento de Paul Bowles al  desgarro del  antiguo “Café  Glaciar”, con su galería única hacia la plaza  Jemaa el Fna - conocida como “Asamblea de los muertos” -  un mosaico del mundo humano de Marruecos,  en el que una inmensidad de tenderetes ofrecen lo inimaginable dentro de una barahúnda organizada.

En Jemaa el Fna todo se consigue. Es un espectáculo imponderable, asombroso. Allí se acude sentir, palpar, absorber, degustar platos rebosantes de especies, saborear té de menta, escuchar músicos improvisados  y pasmarse ante unos monos remontando a nuestra espalda o serpientes adormiladas que un flautín hace subir del suelo empolvado.  

Al presente, sus matices, el cuadro de irisaciones se vuelve similar  y  a la vez diferente. O quizás ya no sean igual las reminiscencias turbadoras, al ser sombras reales o inventadas. Nadie  trasmuta la plaza,  ella sigue ahí convertida en algarabía bulliciosa.

Estando en ella uno se embulle en su mundo absoluto, relámpago que obliga a escuchar las más pasmosas historias de Aladino o Simbad el Marino; ver aguadores de coloridos atuendos y añejas adivinadoras con cartas de Beirut, mientras doradas turistas nórdicas idealizan  con ser raptadas por  un mercader de esclavos y  llevadas a disfrutar una luna  de lujuria en los aposentos del hotel  La Mamounia,  en donde cada una de ellas será una nueva   Sherezade del serrallo.

 


 



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