El Diccionario de la Real Academia define la resiliencia como «la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones extremas y sobreponerse a ellas». La física la identifica como la capacidad que tienen algunos metales para volver a su posición original cuando se deja de ejercer presión sobre ellos. En psicología, para explicar el concepto, se apela a la metáfora de los juncos y a su capacidad de recuperar la posición original tras doblarse.
Sánchez y Rivera son personas resilientes. El primero, tras las elecciones de diciembre, era un cadáver político; el segundo estaba camino de la nada tras el inesperado resultado obtenido.
Ambos han sabido recuperarse de tan desagradable experiencia y han conseguido pasar a liderar el protagonismo político. Y lo han hecho tras la firma de un «Acuerdo para un Gobierno reformista y de progreso» cuyo contenido recoge un conglomerado de medidas, ordenadas y en estado embrionario pero inteligible, que será difícil -siempre que se piense en el ciudadano y no en la ideología- que se puedan rechazar. Adición y modificación, sí, pero desaprobación, no.
El acuerdo, en un estilo claro y cercano, es fácil de leer. Su contenido es sensato. Los medios de comunicación se han centrado en destacar los cinco extremos que los promotores incluyen bajo la rúbrica «Reforma urgente de la Constitución», pero hay otras muchas cuestiones de interés que merecen ser destacadas.
Es quizá el apartado dedicado a la lucha contra la corrupción uno de los que mejor evidencian las buenas intenciones de los firmantes del acuerdo y su conocimiento de la realidad de esta lacra. Justo es decir que se queda corto.
Cualquier observador de la realidad social y política tiene claro que es en el ámbito de la Administración y en el de los partidos políticos donde se desarrolla el caldo de cultivo de la corrupción, protagonizada casi monográficamente por los cargos políticos (electivos, nombrados y designados) y, en casos muy aislados, por funcionarios. El acuerdo contempla ambos escenarios.
Incluye planes de prevención contra la corrupción para identificar a los funcionarios responsables de cada expediente, los protocolos de actuación cuando se detecten indicios de corrupción y la protección frente a posibles represalias. Se exige que los altos cargos, tanto al nombramiento como al cese, presenten un certificado de Hacienda sobre su situación patrimonial. Se elimina la presencia de cargos electos y altos cargos en las mesas de contratación y en los órganos que propongan subvenciones, y se incorpora la tipificación del delito de enriquecimiento injusto que castigue el incremento patrimonial cuando no se pueda justificar su causa.
Respecto a los partidos políticos se refuerzan los controles ante el Tribunal de Cuentas y la transparencia en relación a las retribuciones de sus responsables.
Se echa en falta la inclusión de una prohibición que impida que el controlado designe al controlador, una modificación del sistema de financiación de los partidos políticos y la incorporación del principio «un político, un sueldo».
Rajoy no debería dar la espalda a este acuerdo. Ha caído en desgracia por actuaciones ajenas, pero debe conformarse con su suerte sin pretender que los demás sean también víctimas. No se debe morir matando.
Hay dos maneras de caer, digna o indignamente, y el mejor modo de hacerse recordar es mostrarse generoso.