“Estoy hechizado por las aguas” es lo último que escuché aquel 31 de julio ya bien entrada la noche. Me levanté del sofá y me metí en la cama. En la retina se reproducía todavía, varias horas después y a cientos de kilómetros, aquel ser plateado que puso mi corazón a mil por hora, como cuando un adolescente ve cada día a su primer amor. Aún hoy, casi un mes después, cuando cierro los ojos sigo viendo ese torpedo emerger de las aguas del Ulla. Entonces fue cuando en realidad me di cuenta de que la fiebre salmonera había entrado en mi interior.
Aquel fin de semana cerrábamos la temporada salmonera gallega Lorenzo Matías, su hijo Yago y yo, pero creo que en realidad comenzamos nuestra vida salmonera. Después de varios años en los que mi hermanito Miguel Piñeiro nos había incluido en el sorteo de cotos, preparamos el viaje para tentar al salmón y al reo. El sábado pescábamos Sinde y el domingo Ximonde, en el río Ulla. A nuestra llegada desde Albacete y Burgos el viernes por la noche, Miguel nos comentó que clavar un salmón en los dos últimos días de la campaña sería un tanto difícil, ya que el caudal del río era bajo y las condiciones no eran las más idóneas, aunque una reciente entrada de salmones hacía concebir alguna esperanza. Con estos augurios no nos quedaba otra que dedicarnos a los reos, que tampoco es una mala opción en el Gran Ulla.
El sábado decidimos no madrugar en exceso, debido a que en Sinde las posibilidades de triunfo salmonero eran remotas. Llegamos a la presa, a la postura del Carballo, donde Antonio Vilariño y otro pescador lanzaban sin parar y sin resultado. Supimos después que los reos se habían movido a primera hora y que picara alguna que otra trucha. Descendimos pescando las corrientes, para llegar a O Pociño y La Playa, sin más resultado que alguna trucha que fue devuelta al agua. El sol ya lucía en lo alto cuando abandonábamos Sinde camino de la playa de Silgar en Sanxenxo.
Regresamos a Sinde para pescar el reo al sereno. El resultado similar al de la sesión matutina. Un par de truchas con la mosca ahogada y nada más. Como queríamos madrugar al día siguiente para pescar Ximonde, nos retiramos antes de la hora.
Ximonde. 31 de julio de 2011. A las cinco de la mañana esperábamos en la puerta del hotel a Miguel, que llegó con unos minutos de retraso –si hubiera sido él el que pescaba seguro que hubiera sido puntual como un reloj-. Mientras nos dirigíamos al coto, Miguel nos indicaba todo lo que no debíamos hacer al llegar a la postura: nada de encender las linternas –salvo lo estrictamente necesario-, no tocar el agua y sigilo, mucho sigilo. Parecía que íbamos a montar una emboscada en toda regla a los plateados y a los reos.
Junto a la carretera montamos las cañas, risco capado, moscones ahogados y peces artificiales –también capados-, eran los señuelos elegidos. Miguel emprendió con decisión la marcha hasta la emblemática postura de El Prado de Louzao, en la desembocadura del Liñares. Nosotros tres a duras penas podíamos seguirle, más preocupados por mantenernos en pie, ya que no conocíamos el terreno que pisábamos. De repente, llegados al río, Miguel comienza a dar algún que otro grito: “Está perfecto, tenéis hasta la playa debajo de los árboles. El río está muy bajo y los reos orillan”. Nosotros comenzamos a lanzar mientras nos preguntábamos dónde había quedado el sigilo… Al fondo, en plena oscuridad, y a no muchos metros de nosotros, se oían los estruendosos chapoteos de salmones –algunos picados, sin duda- y de vez en cuando alguna aleta se dejaba ver lentamente a pocos metros de las punteras de nuestras cañas. Sin embargo, ni picada. Cuando la luz del día ya dejaba entrever el espectacular paisaje que nos rodeaba, Lorenzo cambió las moscas por la cucharilla –también capada- y tras unos pocos lances, llegó la picada de lo que parecía ser un buen reo pero se soltó sin dejarse ver.
Después de tantear todas las posturas posibles, decidimos ir aguas abajo hasta el Pozo Venezuela, postura mítica pero que últimamente no da muchas capturas. Sin embargo, Lorenzo, a los pocos lances, clavó un buen salmón. Fueron unos pocos segundos los que el plateado estuvo prendido, pero suficientes para que Lorenzo sintiera en toda su magnitud la potencia del ejemplar -sin duda fresco- que acabó soltándose después de un espectacular y acrobático salto fuera del agua. Desde mi posición, el contraluz recortaba la silueta del salmón en el aire y su unión con la caña a través del sedal antes de liberarse. Mientras maldecíamos a la mala suerte y a la madre del salmón y compadecíamos a Lorenzo por no haber rematado la faena con el salmón en la orilla, el plateado la emprendía a saltos y cabriolas en mitad del río. Nosotros observábamos el espectáculo.
El lance espoleó nuestros egos y Miguel se hacía de cruces por haber clavado un plateado en Venezuela un 31 de julio. “Es increíble”, repetía una y otra vez mientras, aguas arriba, íbamos hacia O Penedo Redondo y las Corrientes de Reboredo. La claridad de la mañana ya había invadido el ambiente y todos sabíamos que las posibilidades de éxito se desvanecían cuanto más alto estuviera el sol.
Nos repartimos. Miguel y Yago subieron al Penedo con la “Ulla Salmón”, caña de mosca de dos manos montada por nuestro común amigo Roberto Coll. Lorenzo y yo nos quedamos en las corrientes de Reboredo. Comenzamos a lanzar. Lorenzo seguía con la cucharilla y Miguel me había recomendado un pez artificial de última generación del artesano coruñés Manolo García, vamos, una verdadera obra de arte para tentar a los plateados. Lanzábamos aguas arriba en las corrientes que formaban las piedras en medio del río a modo de islas. De pronto, el señuelo se detuvo y la puntera de la caña dio dos ligeros toques. Clavo con decisión y comienza el espectáculo. El sedal remonta la corriente. Doy una voz y Lorenzo ya está a mi lado. Cuando el plateado llega a la cabecera de la corriente se escora a la derecha hacia unas ramas. Lo sujeto y, de repente, el salmón se deja ver, emerge por completo fuera del agua. Tenso, y cuando cae se descuelga, lo intento sujetar, pero sin forzar –está clavado con un pez artificial con un solo anzuelo y sin muerte, el próximo que autorice la normativa gallega será sin anzuelo-. El plateado vuelve a saltar. Lo controlo y comienza otra carrera frenética río abajo. Veo cómo la bobina pierde hilo, mucho hilo. Miro a Lorenzo y pienso si el plateado no se detendrá nunca. Al oír los gritos, Miguel y Yago bajaron raudos por el sendero de la orilla como dos torpedos –los sputnik creo que los llaman ahora-. Cuando llegan, el plateado se había refugiado en las ovas, pero mantengo la tensión para no perderlo. Un movimiento brusco hace que me dé el cambiazo y deje el pez artificial enredado en la vegetación. Logro liberarlo, recojo y el señuelo hace el péndulo en el aire. Impotente, así me siento. Doy dos golpes secos al agua con la caña, mientras maldigo mi destino. Entonces sólo juraba en arameo por la pérdida del salmón, pero no era consciente de que las aguas del Ulla y sus plateados me habían hechizado para siempre, esas aguas que tanto respeta y ama el Doctor Moralejo.
Tras la pérdida, continuamos con la pesca. El hilo había quedado un tanto tocado por la lucha con el plateado y en un lance posterior perdí la joya de Manolo García. Cuando se lo comuniqué a Miguel lamentaba más esa pérdida que los dos salmones que en el fondo del río se preguntaban, magulladas sus fauces, por qué tenían que haber picado esa mañana.
Al llegar al Penedo de nuevo saltó la alerta. Miguel nos cantó un gran salmón en el fondo del tiro principal de la corriente. Las gafas Thinkfish dejaron a la vista al plateado que descansaba sin rubor delante de la piedra que todos los pescadores conocen. A partir de entonces, moscas, peces y cucharillas de Yago, Lorenzo y mías le pasaron por el mismísimo morro, pero si quieres arroz Catalina... En uno de esos lances, el anzuelo de mi cucharilla –de un solo anzuelo y sin muerte- se lió con la línea, por lo que el artefacto hacía de todo menos nadar en la posición correcta. Al pasar por delante del plateado, éste se giró y se dirigió a por ella. Miguel ya daba gritos a mi lado, pero el salmón dio la vuelta a pocos centímetros del engaño. Después de una decena de lances el plateado desapareció corriente arriba. Fue cuando decidimos meternos el bocata en uno de los bares cercanos al río.
A las pocas horas caminábamos en el coche de Lorenzo rumbo a Burgos y Albacete. En silencio, tanto Yago como Lorenzo y yo, seguro que veíamos la secuencia de los saltos de los plateados y la rebobinábamos una y otra vez en nuestras retinas y es que desde ese momento “estoy hechizado por las aguas”, la última frase que el protagonista de la película “El río de la vida” dice mientras lanza una vez más su mosca al paradisíaco río de Montana que yo, personalmente, no cambio por el Gran Ulla.
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