Es sabido que la opacidad es la antesala de la corrupción y que contra ella no hay mejor desinfectante que la luz del sol, que garantiza la transparencia. Bienvenidas sean, por tanto, las declaraciones de bienes y rentas de los miembros de las Cortes Generales en la legislatura que acaba de comenzar y que son el cumplimiento de la obligación ya establecida en los tiempos en los que el señor Bono era presidente del Congreso. Ahora bien, esa pretendida transparencia deja mucho que desear. Es un desideratum más que una realidad.
El examen de las declaraciones citadas arroja un resultado desalentador. Muchas de Sus Señorías dejan sin cumplimentar apartados esenciales de las mismas, y otros, que han desembarcado en la política en su más tierna infancia, han acumulado un patrimonio -que no parece que sea heredado- que los ha convertido en ricos, de acuerdo con los parámetros cuantitativos al uso.
Ciertamente, ser rico ni equivale a ser mala persona ni obliga a avergonzarse de ello, pero hacerse rico por el solo ejercicio de la política no deja de ser un renglón torcido del sistema democrático, que no fue diseñado para producir ese efecto.
A las formas tradicionales de hacerse rico, por la cuna, por el éxito profesional, por el juego y por el delito, parece que debemos añadir ahora una quinta modalidad: por el ejercicio de la política.
Son varias las circunstancias que contribuyen a esta situación.
En primer lugar, un régimen de incompatibilidades muy laxo que permite simultanear la actividad política con otras muchas en las que, normalmente, el propio político se prevale de esa condición para alcanzar resultados a los que de otra manera nunca podría optar. La exigencia de una dedicación exclusiva absoluta y, por tanto, el endurecimiento del régimen de incompatibilidades debieran ser el corolario obligado a un sistema que pretenda ser transparente.
La dedicación exclusiva está plagada de excepciones, muchas de ellas disfrazadas por la semántica y otras apelando a la naturaleza de la entidad o el organismo por el que se percibe la segunda o tercera compensación. En este orden, merecen atención especial las asignaciones que se perciben de los propios partidos políticos, que, aunque asociaciones de carácter privado, se nutren fundamentalmente con dinero público.
En segundo lugar, la duración ilimitada de los mandatos permite que el cargo público pase, en muchos casos, a ser vitalicio, generando por sí mismo sinergias con potenciales efectos patrimoniales silenciosos.
En tercer lugar, la inexistencia de listas abiertas permite que parasiten en la política personas que solo reciben el voto por fidelidad a las siglas del partido, no por su valía personal ni por la simpatía que pueden irradiar.
En cuarto lugar, la inexistencia de una edad de jubilación similar a la del resto de los empleados públicos permite que se perpetúen en el puesto personas que en cualquier otra actividad hubieran llegado ya al final de su vida laboral. Si la filosofía del establecimiento de una edad de jubilación para el empleo público trae causa en una hipotética pérdida de frescura física y/o intelectual que puede repercutir negativamente en el desarrollo de la función pública, ¿no debe aplicarse la misma medida a quienes gestionan los dineros públicos?
Como decía Francis Bacon, «es muy difícil hacer compatible la política y la moral»; son muy pocos los que lo consiguen.