Al presente año han comenzado los actos conmemorativos del IV Centenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, siendo esto propicio para que distingamos entuertos, campos yertos, soledades cortadas al filo de navaja y una certeza de que don Quijote de la Mancha permanece tan avispado como hace cuatro siglos, cuando la batalla de Lepanto era una forma de arar en el mar de Occidente, y los calabozos de Argel polvillo y viruta de las mediterráneas costas sarracenas.
¡Bendito sea! Es el año del Quijote y su reflexivo escudero Sancho.
En los tiempos en que uno era niño, las arrebatadas aventuras del Caballero y su fiel escudero nos irritaban, ya que el añejo castellano era enredoso en demasía, retorcido, porfiado y muy cetrino, al ser las haches cristianizadas en efes, las jotas revestidas de equis, y todo por cuenta y barruntos de esa lengua romance derivada del latín vulgar y cuyas primera glosas halladas en San Millán de la Cogolla, se convertirían en el español actual.
Ya en la edad del pavo – la juventud - leímos otros libros sin orden ni sentido; uno de ellos, arrinconado en algún lugar de la biblioteca y que la pasada noche intentamos atinar sin éxito para saber si aún nos seguía azorando.
Su titulo: “El amor, las mujeres y la muerte” de Arthur Schopenhauer. Ese tomo, bien lo recordamos, nos dejó heridas, dudas y miedos tan profundos, que en cierta forma somos retoños de un infrecuente desespero.
Ya en el tiempo de las cornejas, y cuando las nieves del invierno cada vez llegan menos a la majada, volvemos la mirada a los predios de nuestras soledades, y regresamos a las páginas de Cervantes con la ansiedad del marino sin puerto o el lobo estepario al encuentro del abrigadero, cuando ya la existencia ciñe el espíritu de brisas cortantes.
¿Era Don Quijote perturbado o cuerdo? Perenne dilema. Alguien dirá que ambas cosas, y aún así, Don Miguel de Cervantes y Saavedra dejó zanjado en un santiamén una realidad real, cierta, palpable: “De cuerdos y locos todo tenemos un poco”.
Harold Bloom, crítico literario en el arte de escudriñar folios y cuyo único dios es Shakespeare, e Iván Serguéievich Turguéniev - admirador de Gógol, Pushkin y Lérmontov - están fusionados en el baptisterio de don Quijote.
El primero, profesor retirado de Humanidades en la universidad de Yale, y el ruso - enterrado en París según creo, y no lo tomen como verdad: lo señalo al saber que murió en 1883 en Bougival, una comuna parisina- han hecho dos ensayos excelentes sobre el personaje de Cervantes Saavedra.
El primero está en el manual “Cómo leer y por qué”, y allí Bloom, igual que hace en cada concepto literario que profundiza, efectúa una comparación entre el hidalgo castellano y Shakespeare, el bardo de Stratford-upon-avon. Los dos fallecidos para la historia y el merodeo el 26 de abril de 1564.
Turguéniev – su novela “Padres e hijos” es admirable - destaca en la tarea donde la admiración hacia El Quijote asume ribetes de ardor al crear una pieza comparativa sobre “Hamlet y Don Quijote” de un contenido literario portentoso.
¿Homenaje a Miguel de Cervantes?:
Leer el Quijote y, si posible fuera abriendo el libro en cualquiera de sus páginas a todo lo largo de toda nuestra vida, nos enseñará la senda vital del conocimiento mundano, sus verdades, dudas y grandezas. Es decir: la existencia misma saliendo a nuestro encuentro.