Esa tasación que nos viene a la memoria al comenzar estas líneas, la escuché al bardo Nicanor Parra cuando dijo que no permutaría otros acantilados que no fueran estos de espuma y rompientes, lugar donde enramó su exilio interior en el pueblo costero de Las Cruces del Chile oceánico.
Escucha a una periodista intuitiva que hace una interrogación algo malévola azuzando la muerte venidera ante Nicanor. El autor, con 102 años luminosos uncidos a su antipoesía, le comenta:
- Piense usted un instante sobre todo lo que ha hecho la ciencia desde su valiosa existencia y no han podido resolver esa trama.
-¿Qué trama? Le inquiere la mujer.
- La llamada muerte. Se han resuelto otras cosas valiosas ¿Pero por qué no se concentran en ese punto infinitamente tan necesario?
No lo iba a decir, y aún así lo añado en unas líneas en el que intento aludir la fogosidad, el apego y la carne lasciva:
¿Qué íbamos a hacer los humanos yuxtapuestos a partir del primer día de la Creación sin la ayuda caritativa de la Parca? Intentaríamos crear el olvido y aún así no conseguir forjarlo nunca. Cruel condena en una eternidad aterradora. Francisco de Quevedo nos salvó con una frase: “Polvo seremos, más polvo enamorado”.
Aferrados ante tal redentora realidad nos dando cuenta, una vez cruzado el epicentro de la duración de la vida y disponiendo de poco espacio para la inventiva, de que uno subsiste dentro de un puñado de palabras y de una sola historia: la nuestra, a recuento de una acción biológica como es el nacimiento. Nadie es una isla, y aún así unos serán más insulares que otros.
Cada relato, real o imaginario, bebe en una misma acequia: las hondonadas de los acaecimientos cotidianos que al final, fundidos en légamo, constituyen la ciudad, pueblo o barriadas con sus desiguales andamiajes contorsionados.
Entre diversos apuntes edulcorados que vamos señalando en el pequeño cuadernillo “Moleskine” – proverbial libreta de hojas cuadriculadas - han ido emergiendo al fervor del coloquio, conversaciones del deseo voluptuoso y los solaces arremetidos lanzados sin aviso, al ser los arrumacos que nos ayudan a sostener la tablazón de las brújulas inacabables de la subsistencia voluptuosa.
Tras una vida con las ventanas de la pasión abiertas al socaire de la brisa, y pudiendo deslizarme libremente al céfiro del gozo florido con sabor a bulbos redondos cual limoneros, conozco cortesanas de medio orbe, y todas ellas almacenan bajo su piel la misma sensación fofa y dulzona, la idéntica impresión de cansancio quejumbroso de aquella primera meretriz que nos tumbó sobre una tierra inclinada y húmeda en un recodo del camino, bajo la tapia del camposanto, en el brumoso barrio de aquella “tierrina nuestra”
Fue un deseo de crudeza y desgarro, dejando sobre la piel un olor penetrante a brillantina pegajosa, tan asfixiante que tardó días en desaparecer. Nos bañábamos mañana y tarde y seguíamos oliendo a lupanar, a noche recubierta de desliz, a conciencia escabrosa o inocencia perdida.
La segunda vez, el acto lascivo fue más sereno. A la muchacha tierna, dócil como retama, le salían de su rostro ovalado, blanco cual leche cuajada, dos ojos encendidos, brunos y profundos, dejando en el joven que yo era una envoltura de cadencia que aún hoy, cuando lo recuerdo, llega a mi encuentro con el furor de una atizada ilusión.
Ignoro si me enamoré al no haber hallado al costado del alma cicatriz alguna, pero sí una tenue evocación, y algunas noches, entre el aislamiento del hastío, siento su respiración sobre mi rostro y el cuerpo tiembla como si le envolviera la fiebre de heno.
Habiendo basculado hace tiempo en las alamedas otoñales los retazos sobrantes - ¡dios, cuantos eran! - del placer miramelindo, el amor a plazos con tarifa fija, sediento como pocos, medio a hurtadillas, e incomparable ante lo que guarda de gozo prohibido, es ya dentro de nosotros igual al reposo del guerrero que antaño libró batallas entre sábanas de lino a la luz de una palmatoria, y ahora únicamente percibe sombras alargadas, cadencias idas.
Con el paso de los días parsimoniosos, las pasiones - clementes o virulentas, y hasta las estoicas e insípidas- se van pegando a la piel hasta forjar la capa callosa que recubre la llamada experiencia, y en realidad es pesadumbre soldada a sueños truncados, anhelos no conseguidos e infortunios sin término. La supervivencia al desnudo, tal como debió haber sido siempre.
Uno sigue sintiendo, al ver a esas mujeres envueltas en luz de gas con luciérnagas efervescentes, que las cortesanas de la noche, al ser ellas sangre abrasada y sudor pegadizo, conocen a la hora del alba a los hombres sedientos y ven en nuestra mirada la juventud desgajada y los sueños truncados.
Ya somos aves haciendo nido en un añejo tronco.