Aromas de otoño

31 de agosto de 2011, primer mes y último de un montón de cosas, fin de etapa sin acelerón final, eso que llaman sprint los especialistas, pero cada viejo llega como puede, resollando, con esa sensación de que no llega el aire al fondo de los pulmones más que cuando se respira, suspira, hondo.

Apenas queda verano sin que lo haya habido, en realidad, más que tartamudeando días de sol y llorando orbayos.

(Me fijo, sorprendido, en que los patos del río, en su mayoría, parecen ahora viejos carcundos, gordos, torpes, sucios de pluma)

Se despereza la vida oficial, que nos había dado una tregua durante el corto y frígido verano, salpicado de ahogos del bochorno y humedades de casi el noventa por ciento, o lo que es parecido, casi agallas de pez, para respirar. Van yéndose de la costa los aparatoso coches de los más (aparentemente) afortunados y los cochecitos de lata de los veraneantes del pote (equivalentes de los americanos del pote, aquellos del ¿cuándo viniste? ¿cuándo llegaste? la leontina de oro, ya la vendiste, ya la empeñaste)

(Hay en el ambiente de fines de verano, que casi le queda un mes, por cierto, un deje de tristeza, y, en las ciudades, cada poco, indignados y policías se lían a porrazos sin motivo aparente, o, como pasó en Inglaterra, de repente, un montón de gente se excita, desmanda y pone a destruir sin objeto)

De nuevo elecciones. Sonrisas en los carteles. Convicción impregnada en la palabrería de los candidatos.

Cada vez oigo a más gente que me dice que no cree lo que dicen los candidatos. Votan por fidelidad a unos partidos con los dirigentes de los cuales, cada vez son también más los que dicen que están disconformes.

Máxima convicción de que debe delimitarse el gasto administrativo. Pienso que esperar hasta el 2020, cuando es probable que no esté yo para comprobarlo, es dejar para demasiado tarde lo que habría que haber hecho ya hace tiempo. Sigo convencido, y ojalá me equivoque, de que es imposible amortizar la deuda de cerca de seiscientos mil millones de euros que tienen contraída entre comunidades y ayuntamientos.

Pero si me detengo a pensar, me alivia darme cuenta de que yo soy un viejo que conserva hilachas de cuanto pensaban todavía quienes me educaron en el miedo a los endeudamientos. Creían, por lo que recuerdo, que nadie debía gastar más de lo que se considerara capacitado para ingresar en el ejercicio económico.

(Muchos años después, un avispado economista autodidacto, gallego él, me contaba que había ejercicios económicos que, para cumplir con esa máxima de no pasarse en el endeudamiento, había que alargarlos, y me puso el ejemplo de las explotaciones de gallinas, entonces de moda, cuyas perdidas o beneficios había que calcular por lustros para que las cuentas salieran)



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