El cuerpo con la edad es cada vez menos vital, se cansa, se hace mengua y su compañero inseparable, el espíritu, no hace mucho lozano, ha comenzando a sobrellevar los achaques que toda existencia humana deteriora.
Reconozco ser lego en enfermedades y medicamentos. Salvando la humilde aspirina y el criticado paracetamol, soy, como toda persona que aprecie la vida, un ser extraviado en los vericuetos de los padecimientos.
El presente siglo XXI que nos ha tocado trajinar como final del camino, a recuento de una existencia fructificada al haber tenido más dichas que penas, ha colmado esta época de asombrosos descubrimientos en los más variados labrantíos del saber que han ido enalteciendo la civilización moderna.
Al principio de las eras en la tierra, al instante en que las moléculas se fueron organizando y comenzó a surgir el protoplasma de la vida, se plantearon las interrogaciones de nuestra preexistencia, pedestal de cada uno de los conceptos metafísicos del hombre y la mujer:
¿De dónde venimos? ¿Hacia que final vamos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí?
Lo subrayó Sófocles en “Antígona”: “¡Qué maravillas se levantan a nuestro lado, pero ninguna es más asombrosa que el individuo!”.
Uno continua sin reaccionar ante el arcano del cerebro, un prodigio del universo creado. Hasta hoy solamente se ha podido estudiar una minúscula porción. De esa masa, su tejido neuronal, con reacciones químicas que han tardado más de 4.000 millones de años en evolucionar, surgieron las religiones y la filosofía, los sueños, dudas, miedos y el amor, sostén inexplicable de sus maravillas debido a un grafito, una hulla en que la vegetación trabajó incansablemente y empujó las reflexiones de las ideas, es decir, lo que hoy posemos de arcilla y lo que asumimos de los dioses.
Con la biología molecular hemos conseguido considerables resultados: se curan los tumores malignos en un alto porcentaje con procesos de cirugía, de radioterapia y, en menor escala, haciendo uso de la quimioterapia. La medicina es una vocación ardorosa al emerger de unos valores altruistas inclinados hacia los que padecen sufrimientos apesadumbrados, inconsolados las más de las veces.
Vivimos más apretados en la madre Gea, y esa alta demografía representa un reto. Hay cada vez más personas que sobrepasan en el mundo los 80 años. El planeta envejece. Un estudio reciente apuntala: por primera vez en la historia, la población de más de 65 años sobrepasará en 2045 a la de los niños menores de cinco. Es la mayor transformación social, política y económica que ha enfrentado nuestra casa en el espacio. La sociedad menosprecia a los mayores de edad, como si cumplir años no fuera tarea de cada ser vivo. Biológicamente uno no es joven ni viejo: vive. La muerte no asume tiempo y ella es la primera condición hacia la inmortalidad que la ciencia busca y no precisamente en el Grial de los merovingios.
El cáncer es el gran mal a vencer, y en eso están encima los laboratorios especializados con brío. Esa carcoma no es sólo una enfermedad, sino un centenar de cuadros clínicos diversos compartiendo las mismas características.
La inherente dolencia se produce debido a unas células atípicas que comienzan a crecer y se multiplican de forma rápida y desorganizada; en algunos casos, la muerte llega rápida, apenas en semanas. Es trágico, un manotazo cruel, inhumano e incomprensible, ¿Por qué?
A esta pregunta, que poco se sabe y más se ignora, deberá responder la ciencia, aún más cuando la creencia religiosa que ayuda es una hipótesis imposible de poner a prueba. ¿Con qué parámetro se mide la fe?
En los años del medioevo el alma representaba la tradición de la misma filosofía. Hoy se habla de que nuestro discernimiento, donde habita el “yo” y el concepto de “alma”, es una internación de células nerviosas proyectadas en la parte posterior del córtex cerebral.
Siendo niños nos enseñaron un precepto conceptual: “Nuestra alma nos da vida, es espiritual y nunca muere, y con el cuerpo forma al hombre”.
Asumir el camino inverso de esa creencias, apelando a la suposición de que el espíritu es una simple reacción química y que la promesa de una vida eterna ha sido un ardid, nos llevará al más espantoso yermo, siendo entonces cuando la raza humana no estará sola, sino solísima, y el “homo erectus” o el “homo sapiens” estaría en una inflexión, en una ruptura comparable a la aparición de la primera brizna.
El monoteísmo es una sorprendente utopía de Moisés. El profeta, hace 3.400 años, “inventó” un Dios único en el monte Sinaí.
Pasmosa alucinación, ya que nos mantiene esperanzados y es, en la esencia de los creyentes – el escribidor entre ellas – la razón de existir en un mundo colmado de dudas y obstáculos muy por encima del impasible hipogeo a ras de tierra.