Ahora que está a tiempo. Ahora que no ha perdido demasiado. Porque no es que haya usted incurrido en incompatibilidades no declaradas, que lo ha hecho, sino porque ha empezado a aflorar una incompatibilidad radical entre su vocación profesional y lo que yo pienso que es una ocupación coyuntural para usted, la política.
Hace mucho que la política —permítame decirlo con una metáfora— se ha convertido en un desierto con una temperatura y una salinidad tan extremas que solo algún tipo de plantas, las que poseen una adaptación muy especializada, pueden sobrevivir en ella. ¿Quiénes? Fundamentalmente, los «funcionarios de partido», aquellos cuyos solos conocimiento y dedicación es la política, después, algún tipo de funcionarios o sindicalistas y, probablemente y en lo futuro (de triunfar ciertas propuestas), los aventureros y los millonarios. A partir de ahí, quien desee dedicarse a la res publica no encontrará más que dificultades en ello y, seguramente, penalidades —en ocasiones extremadamente penosas u onerosas— a su regreso a la vida civil. No le señalaré nombres, pero si usted indaga en el mero entorno asturiano le podrán indicar cuántas personas que tuvieron cargos públicos se han encontrado con su clientela disminuida, con sus despachos vacíos, en unos casos; en otros, con incompatibilidades sobrevenidas que los han obligado a salir de su región; en muchos, con puertas cerradas a cal y canto. Es esa la razón por la que, en determinadas circunstancias, se han establecido compensaciones para después de abandonar el cargo —en el caso de algunas presidencias autonómicas— o complementos para pensiones; todo ello visto ahora con hostilidad y como un privilegio totalmente injusto por parte de la opinión pública.
Algunos de sus compañeros han proclamado reiteradamente que esa incompatibilidad casi absoluta entre el ejercicio profesional y la vida pública es una especie de «trampa saducea» de PP y PSOE para quedarse en exclusiva con el ejercicio de la política. No es cierto. Esa incompatibilidad es hija de todos nosotros. Quien tenga un poco de memoria podrá contarle cómo progresivamente se han ido incrementando las normas que han ido dificultando el cohonestar la vida profesional con la política o el regreso armónico de esta a aquella. ¿Motivos? Los escándalos ocasionales, sucesivas mareas de indignación o de campañas en los medios han causado mareonas que han convertido en más salino cada vez —permítame seguir con la metáfora— el medio. Y, siempre, como causas de fondo, la debilidad y cobardía de los partidos políticos ante las alarmas de la opinión, y la «moral de Telecinco» que progresivamente se va adueñando de nuestra sociedad: juicio sumarísimo, escasez o endeblez de las pruebas, ausencia de matices, estado de indignación y rencor de los juzgadores y creencia de estos de que ellos representan el bien y la honradez absolutos. Pero digo mal, ese estado no es solo propio de nuestra época, es connatural a la democracia, el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás, como decía sir Winston Churchill. Para ello no hace falta acudir a la Grecia clásica y conocer por ejemplo el episodio de Nicias y Alcibiades en torno a la expedición a Sicilia, ni recordar lo que Tocqueville anunciaba como el mal más peligroso para el futuro de las sociedades abiertas, ni acordarse de cuál fue la apuesta del pueblo entre Jesús y Barrabás: basta con hacer memoria de quién mandó a Eurovisión a Chiquilicuatre u otras votaciones que no digo.
Por cierto, tanto usted como la mayoría de sus compañeros vienen actuando en política con un evidente amateurismo. Esa condición, si inevitable dada su procedencia y ventajosa en ciertos aspectos, arrastra peligrosos inconvenientes si no se eliminan prontamente dos graves defectos que lleva aparejados: adanismo y arbitrismo. El creer que las cosas son tan simples como se veían en las tertulias y en el chigre; el pensar que las soluciones son tan sencillas como uno las arbitraba desde fuera; el estar seguro de que basta la endeble herramienta de la voluntad para ahormar el duro acero de la realidad; el imaginar, por fin, que si los demás no solucionaban todas las cosas era solo por incapacidad congénita o por mala voluntad. En esos parámetros creo que se están produciendo usted y sus conmilitones.
(Y, a propósito, recomiéndeles usted que abandonen definitivamente la expresión «sucialismo» para hablar del socialismo. La graciuca puede acaso tener su aquel en un mitín o en una confrontación dialéctica ocasional, pero como denominación permanente no viene sino a agrandar la trinchera y la confrontación social de todos —no sola la que existe entre ustedes y los socialistas—, y ello poca falta nos hace a ninguno.)
Cuando usted termine, señora Moriyón, su milicia política descubrirá que, en el ámbito de la res publica, casi nadie le agradecerá lo que ha hecho: unos porque pensarán que era su deber, otros porque, siendo sus rivales, nunca le reconocerán mérito alguno. De lo que no ha hecho —por más que haya sido imposible— le llevarán cuenta permanente. Y lo que es peor advertirá que, efectivamente, en el ámbito profesional, y sea cual sea el devenir de sus incompatibilidades legales, usted habrá perdido mano, profesionalidad y conocimientos para estar al día (porque, realmente, el ejercicio de las responsabilidades públicas no es armonizable con la capacidad plena en ciertos trabajos). Es más, percibirá su presencia como molesta para algunos de sus hasta hace poco compañeros, que la vendrán a considerar —sobre todo si pasa mucho tiempo— como una intrusa.
Señora Moriyón, no crea que lo que aquí digo pretende terciar en el debate que existe hoy en torno a usted y su declaración de bienes y actividades, ni que se deba a alguna otra razón de tipo político o particular. De usted, en verdad, no tengo más que magníficas referencias, tanto en lo personal como en lo profesional. Es por ello por lo que me he decidido a enviarle esta pública epístola admonitoria.