Pocas cosas resumen mejor la esencia del lobo ibérico que la alegría con la que estos animales se persiguen unos a otros en la montaña nevada, como niños que juegan a tirarse bolas de nieve. A los lobos les gusta el invierno, pero en este invierno por nuestros montes corren ríos de sangre de lobo. Parece que la guerra contra el cánido se recrudece, y ante ello uno se pregunta por las causas. Hay quien dice que el conflicto del lobo se está “polarizando” en época reciente, y que los que odian al lobo lo odian más porque sus defensores hacemos oír nuestra voz. Dicen que si nos callásemos los que matan lobos perderían la motivación, se olvidarían del cánido y encontrarían alguna otra víctima sobre la cual desahogar sus frustraciones o su necesidad básica de matar algo.
Pero esta noción es errónea. El conflicto del lobo se polarizó hace ya varias décadas, cuando Félix Rodríguez de la Fuente nos presentó una imagen más completa del lobo que la que nos ofrecían la superstición popular y el cuento de Caperucita Roja. Durante las décadas previas, el lobo había sido, oficialmente, una alimaña a exterminar, y como su biología era totalmente desconocida para todo el mundo, pues su persecución no generaba entonces más conflicto que, por ejemplo, el exterminio del escarabajo de la patata (que por lo demás es un coleóptero precioso).
Desde los años setenta, el conflicto se ha manifestado a intervalos, en la medida en que diversos intereses particulares han visto la ocasión de usar al lobo para chantajear al conjunto de una sociedad cada vez más instruida, que exige defenderlo como parte de su patrimonio natural. Pero aún en las épocas en que el lobo ha tenido menos presencia mediática, la sangría ha sido constante, y la prueba de ello es que sus poblaciones al sur del Duero no han conseguido apenas recuperarse a pesar de la normativa europea que lo declara especie protegida en esa zona. En un contexto legal de protección sobre el papel, la conexión entre las poblaciones del norte y los exiguos remanentes de Sierra Morena no se ha podido restablecer, y lo que lo ha impedido no es otra cosa que la presión incesante de las escopetas, el veneno y los atropellos.
Con tanta artillería suelta, el lobo ibérico vive aterrado y en su entorno natural se mueve como un fantasma. Las observaciones científicas sobre su comportamiento, que nos darían los datos necesarios para enfocar mejor su conservación, son casi impracticables, y en general nos tenemos que contentar con información indirecta, a menudo interpretada sesgadamente por los empleados de la administración para dar una imagen artificial de abundancia. Pero entre tanto han irrumpido las redes sociales, que han renovado la presencia mediática del lobo. Y este invierno las imágenes de lobos menudean especialmente en Internet, pero la gran mayoría tienen una cosa en común: muestran lobos muertos. Llevamos meses asistiendo a un auténtico aquelarre de exhibición de lobos acribillados, mostrados a veces por gentes a quienes (a diferencia de los clientes de más postín del negocio de la muerte del lobo) les puede más el exhibicionismo que la discreción. Otros lobos son víctimas de operaciones oficiales de “control”, de las cuales sabemos de sobra que no cumplen el objetivo de disminuir los ataques, pero además desafían a la normativa europea que nos exige mantener a la especie en un estado favorable de conservación.
En estas semanas hemos contemplado los cadáveres de los últimos lobos de Euskadi, exterminados con la sanción oficial del gobierno de Bizkaia, y los cuerpos sin vida de los pocos lobos que consiguieron llegar a Salamanca, donde la administración se salta a la torera la protección al sur del Duero amparándose en excepciones injustificables. Otros son víctimas de atropellos, que aparte de clamar por la adopción de medidas como pasos de fauna y controles de velocidad en zonas sensibles, nos recuerdan el sinsentido de que esas muertes no se contabilicen a la hora de determinar los cupos de caza de lobos.
Cada vez que veo uno de estos cadáveres me asombra que una criatura tan espléndida se haya criado en nuestros montes. Un día fueron minúsculos cachorros, y con el tiempo y la protección y entrenamiento de sus padres, se convirtieron en seres poderosos, preparados para dar caza a los ungulados salvajes más imponentes de la naturaleza ibérica. Pero esa historia ha transcurrido en la sombra, oculta a nuestros ojos por el miedo y el sigilo que guían los pasos del lobo ibérico. Toda esa aventura, esa forja de un depredador, se nos ha hurtado, pero sí que se nos muestra su despojo sangriento, exhibido triunfalmente por los que han segado esa vida desde la ventaja que les dan las armas de fuego. No hay una razón única por la que tantos lobos mueran a manos del hombre este invierno, pero a los ejecutores siempre les beneficia la ignorancia que aún persiste en torno a la biología del lobo, y la indiferencia que nace de esa ignorancia. Si hoy en día un Félix Rodríguez de la Fuente nos congregase ante el televisor cada semana para mostrar la asombrosa vida de los lobos ibéricos, la respuesta social ante esta masacre invernal sería mucho más contundente.
Algunos disentirán, pero yo no creo que la invisibilidad y el silencio sean la garantía de la supervivencia del lobo. Al contrario, a los que quieren matarlo les vale perfectamente un lobo aterrorizado. Sólo necesitan verlo durante un segundo para apretar el gatillo, y si recurren al veneno no necesitan verlo en lo absoluto. Personalmente, no sólo quiero que haya lobos, además quiero que los podamos ver. Su vida natural guarda un tesoro de datos científicos, hoy inaccesibles, sobre la evolución de la conducta social en un animal sorprendentemente parecido a nosotros. Me considero muy afortunado porque he podido estudiar a los grandes carnívoros en su ambiente: desde mi tienda de campaña he escuchado muchas veces los rugidos de los leones en la noche africana y he visto a las hienas pasear a centímetros escasos de la lona que nos separaba. He cruzado mi mirada con la de leopardos y guepardos, sabiendo que en sus ojos había curiosidad o indiferencia, pero nunca miedo. Tumbado en las arenas del Okavango he contemplado a los licaones venir hacia mí entre las palmeras, atravesando los canales de aguas cristalinas. He tenido la suerte de documentar aspectos sorprendentes del comportamiento familiar y cazador de esos depredadores. También he observado tranquilamente al oso y al lince ibérico en nuestros montes. Pero es en busca del lobo cuando he pasado más noches gélidas, más esperas ingratas y caminatas inútiles, y mis contados encuentros con el cánido siempre han sido fugaces o distantes. Y no me resigno a que esto deba ser así.
No quiero que nuestros lobos lleven una vida de proscritos librados al capricho o a la ineptitud de los que quieren masacrarlos, y estoy harto de que nuestra naturaleza sea la fuente de incontables imágenes fúnebres. Estas imágenes tiene una influencia nefasta en la sociedad, porque nos acostumbran a la noción de que la vida está sujeta siempre al sometimiento por la violencia de las armas. Su efecto subliminal es una continua resignación a la ética y la estética de la dominación, donde la escopeta de caza es la garantía última del abuso, que se puede descargar igualmente sobre la fauna salvaje o sobre la mujer sometida. Cansa ya esa España medieval del castigo y la sangre como limitadores definitivos de la libertad. Agota la estética del sadismo y los que la aceptan como indicador de “la dura realidad” de la vida. La vida es tan dura como nosotros se la hagamos a los demás, y creo que el lugar de la violencia glorificada puede estar en las películas y en la ficción, pero no en el trato que damos a nuestra naturaleza y a nuestros congéneres que al fín y al cabo, son, somos, naturaleza.
Estoy cansado de ver lobos matados por el hombre. Es inmoral, en gran parte de los casos es ilegal, y tiene un pésimo efecto en la formación de los ciudadanos. Tarde o temprano estará totalmente prohibido, pero mientras tanto tenemos una ingente labor educativa por delante. El que quiera convertirse en cómplice de la perpetuación de la siniestra España de los lobos muertos, que agache la cabeza y afloje el pulso. En la medida en que esto ocurra, el chantaje de los enemigos del lobo a la sociedad estará funcionando. Por mi parte, ya he visto suficientes lobos muertos para toda una vida, y buena parte de ellos en este invierno negro.