Es una postal que no necesita estampilla.
Algunos lo saben, otros no, pero bien está dejarlo despejado una vez más: soy un gentil añejo. Mi cristianismo es ancestral: devotos de esa creencia han sido mis padres, y supongo los padres de mis padres, por lo que las esencias apostólicas llenan ellas mismas buena parte de mi vida espiritual, y ante ello, me siento reconfortado al invocar el Padrenuestro o meditando las Bienaventuranzas.
Suelo ir a Israel con alguna frecuencia - la antigua amada Palestina - por estar sobre esos surcos resecos la razón más característica de mi fe, pero también por ser el judaísmo sustento de lo que creo.
Ninguna otra religión, incluida la mía, tiene tanta fuerza mística. Si a esto se unen los amigos hebreos, cada vez más numerosos, el trato siempre cordial del gobierno de Tel Aviv hacia mi persona y la extraordinaria literatura que ese pueblo ha sembrado en mí, se entenderá el apego emotivo por los hijos del Talmud, la Cábala y la Torá.
Sigo insistiendo en que Israel defiende la tierra de sus mayores. Aquella que le que pertenece por decisión divina desde hace cinco mil años. En ese tiempo, el mundo apenas había nacido. Yavé entregó los diez mandamientos y los hombres y mujeres comenzamos a ser seres humanos hasta que llegaron los Omeyas, la decadencia Otomana, como antes la escuela hanbalí y los movimientos mahdiístas. Otro tema es hablar de los aluíes y los asesinos.
Un pueblo, anteponiendo un día para el perdón, merece admiración. Sé poco de los conceptos hebraicos, a lo máximo lo arrancado de alguna que otra lectura, pero existe algo en esa antigua fe, en la forma ancestral de su riquísima liturgia, que me embelesa, envuelve mi deteriorado humanismo en una esponja y lo refresca.
En una de mis visitas a Israel en la frontera del norte, unos colonos levantaron una hoguera y en un coro de regocijo unido por la camaradería, alguien rompió el aire con un balada popular.
“El sol y el mar, / el pan y el mundo, / lo amargo y lo dulce:/ dejemos atrás lo que hubo,/ vivamos sólo en el canto.”
Parece una menudencia esa melodía, pero no lo es. Una cancioncilla por insignificante que nos parezca, puede guardar el bálsamo necesario para sentir la necesidad de seducir a nuestros semejantes, y en ese aspecto estos días de dolor y pena con los homicidios callejeros de israelitas y las muertes de palestinos nos deberían enseñar a reencontrarnos con el único Dios de nuestros antepasados.
Esas tierras bíblicas son demasiadas chicas para tanta sangre, odio y resentimiento sin fin.
Es cierto: la postal sin sello es corta y aún así sobre ella intentamos exteriorizar cada de desazón que me embarga.
Nadie es una isla. Todos los seres humanos formamos un continente: el llamado vida.