Fez azul, roja y amarilla

El errante que lleva mi persona intrincada en la piel,  ha dejado a sus espaldas Tánger al encuentro de Tetuán rodeando campos de chumberas, desnudos róchales,  apretados palmerales hacia el sur, y ha llegado a Fez, la más imperial de las ciudades de Marruecos.

En realidad Fez se compone de tres recónditos urbanos. 

Fez de Bali, fundada en el siglo VIII, ocupa el valle.  500 años después, la arquitectura hispano- moruna levantó Fez el Jédid, y  durante el Protectorado creció la Ville Nouvelle en las crestas más altas de los altozanos que rodean  el valle.

Nos hospedamos en el Jnan Palace, una atalaya en la impresionante Medina que guarda en sus apretadas callejas a más de 30.000 silenciosos habitantes que parecen estar anclados en la Edad Media. Allí  se sigue laborando la artesanía y tiñendo las pieles como se hacía en tiempos inmemoriales.  

 Fueron los árabes andaluces los que  dieron gloria y esplendor a Fez. El barrio antiguo es pausa obligada. Su forma ensortijada es portentosa. Como si los palacios fueran a compartir unos con otros, éste ofrece grabados en bronces sobre madera de cedro; aquél, arabescos, columnas y ventanales ensortijados. Otros tienen patios con enlosado de mármol o hermosísimos ónix, y fuentes, mucha  agua, cuyos chorros al caer de una altura predestinada, parecen canto de pájaros, sonidos de campanas o repiquetear de cantos conventuales en escuelas coránicas.

Alguien  dijo que esta hermosura es una combinación de Bagdad y Córdoba, una especie de “Atenas islámica”. Fez, desde 1979,  es Patrimonio de la Humanidad.

Partiendo de las ciudades del Atlas llegan  a este reino jerifiano los campesinos bereberes con sus hechizos. Van al encuentro de La Medina entre callecitas salpicadas  del perenne bullicioso de comprar y vender. El  zoco es una colmena zumbadora: alfareros, carboneros, carpinteros, herreros, tenderos, carniceros, sastres, guarnicioneros y aguadores, esparcen sus mercaderías en una permanente irisación de luz y griterío.

El arrabal de los tintoreros y curtidores no se puede describir, hay que verlo. En la  zona se distinguen sus casas manchadas de tinturas de todos los colores, aunque predominan el rojo, el azul y  amarillo.

Los sentidos del viajero se despiertan ante el espectáculo de los alveolos que impregnan el ambiente. En ellos los hombres, con el torso desnudo, introducen hediondas pieles en las tinajas o las van apilando sobre los asnos para transportarlas  a los secaderos.

 El suburbio no huele precisamente a rosas o jazmín, al ser fiel reflejo de una faceta de la vida de una ciudad que en muchos de sus aspectos sigue anclada en  épocas  del medioevo.

 Nadie puede dejar Fez sin hacer algo que Alá premia con creces: sentir el olor penetrante de los cueros secados sobre las azoteas al ser un encargo que procede de la voluntad divina, y en el rastro adquirir un amuleto  que cura el mal de ojo.

 



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