El diario La Nueva España, en su edición de papel, publica hoy un ameno y acertado reportaje de Raquél Murias sobre los osos cuyos nombrees han quedado en la memoria de los asturianos por diversas vicisitudes, unas simpáticas, otras científicas y, las más, trágicas.
Lejos de mí el ánimo de enmendar la plana a mi distinguida colega, pero lo cierto es que echo de menos dos nombres que, siendo ésta una sociedad más bien tirando a mayor --uno mismo ya pasó el medio siglo hace un lustro--, permanecen en el recuerdo de los que entonces éramos niños.
Allí, en el Parque de San Francisco, vivía una pareja de osos asturianos a los que los guajes dábamos de comer puñadinos de hierba, a los que, según el humor y la fame acudían los úrsidos, y barquillos, en aquél entonces forrados de rico miel, a cuyo reclamo los osos acudían raudos y glotones, enseñando unas poderosas zarpas que, a no ser por la reja o las barras de la jaula posteriormente, daban un poco de miedo y mucho respeto.
La pareja, que tenía sus desavenencias normales en sus circunstancias de forzada proximidad, acabó mal. Bueno, acabó mal Perico, cuyo cuerpo taxidermizado aún se conserva en algún almacén del Ayuntamiento de Oviedo --estuvo muchos años en el antiguo Matadero hasta su demolición--, al parecer, según la leyenda urbana, porque se fue una noche de copas a osas al Naranco, y Petra, al volver Perico de madrugada oliendo a pelos de otra fema, le partió el cráneo de un zarpazo, zanjando así la riña de forma abrupta pero definitiva.
Como entonces no existía el CSI, nunca nos enteramos bien de lo que sucedió. Pero aún hoy miles de ovetenses y asturianos recuerdan aquella pareja, primero, y a la solitaria Petra, después, en su verde jaula del parque.
O témpora...