Las patologías de la democracia en Cataluña

La mayoría de las teorías políticas están formuladas partiendo de la premisa de que la sociedad a la que van dirigidas está integrada por seres racionales, por seres humanos normales. Sin embargo, la realidad pone de manifiesto que ese ser humano racional dista mucho de ser la regla general, y es ahí donde las teorías políticas fallan estrepitosamente.

Como afirma el Prof. Mires, en términos psicoanalíticos, la materia de toda infraestructura humana está conformada por ocultas pasiones, bajas pasiones, no porque sean bajas en sí mismas, sino porque están abajo, aguardando el momento de aparecer en la superficie disfrazadas de lógicos intereses y sublimes ideales.

Son intereses e ideales imprevisibles, irracionales, megalómanos, histéricos, falsos, son “la madera carcomida” a la que se refería Kant, con la que a veces debe lidiar la sociedad democrática.

El problema adquiere dimensiones peligrosas cuando los gobernantes aquejados de estas patologías las transfieren a los gobernados.

Una de las virtudes de un buen político es la de entender que la democracia es respeto a las reglas establecidas y si se disiente, esa disidencia debe canalizarse a través de los cauces establecidos por el sistema.

Decía Montesquieu que para conservar la democracia hay que amarla y que las democracias se sustentan y se conservan en la medida en que es favorecida la virtud política por excelencia: la preferencia continua del interés común sobre el interés de cada uno.

Pero no puede haber democracia sin demócratas.

El espectáculo que se nos está ofreciendo en Cataluña pone de manifiesto que todas estas teorías y reflexiones políticas decaen cuando se enfrentan a contaminadores de la democracia, a agentes patógenos y corrosivos para el sistema. Se ha convertido la presidencia de la Generalidad de Cataluña en una presidencia basura. Un presidente que se jacta de vulnerar la legalidad vigente es un presidente que debería ser erradicado del sistema.

Con su discurso cansino tiene el aspecto de haber contraído una enfermedad monótona y tediosa, la de haber perdido el sentido común y la dignidad.

Precisamente ese discurso megalómano, paranoico y narcisista ha determinado que un grupo integrado por extremistas y radicales cuya única finalidad es destruir el sistema y repartir la pobreza, se erijan en jueces. Practican una política prehistórica y lo único que parecen tener en común es el estilista y el peluquero. Resulta difícil entender, desde la  propia democracia, que 3.030 individuos tengan en sus manos el destino de una comunidad autónoma y, por alcance, el destino de España. La democracia es la voluntad de la mayoría y 3.030 sobre 5.500.000 no representan, obviamente, esa mayoría.

 Punto y aparte merece el clan Pujol.

¿Dónde está la acusación particular, artilugio jurídico inquisitivo e impropio de un estado de Derecho que dispone por sí mismo de los suficientes mecanismos jurídicos para defender el interés público sin mediación de terceros?

¿Por qué no se han aplicado hasta ahora medidas cautelares cuando ya se imputó a la totalidad del clan?

Son todas ellas cuestiones que ponen de manifiesto que la democracia en Cataluña, que el estado de Derecho en Cataluña, está aquejado de unas patologías de difícil curación.

Confiemos en la frase del sabio: “Se puede engañar a parte del pueblo durante un tiempo, pero no se puede engañar a todo el pueblo durante todo el tiempo”.



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