Camilo José Cela

 El año  que ha comenzando será un arcano impenetrable. Somos hijos del destino y solamente disponemos -en este sedero de dudas, aprensiones y algunas  madreselvas en flor  colgadas en los recovecos de los anhelos- de la certeza de la muerte. No es drama, no es aflicción, solamente el inexorable reencuentro con los dioses cuando ante ellos,  sin pesadumbre,  les hablaremos  de tú y les pediremos que nos desvelen la razón recóndita  de haber  visto la luz resplandeciente de  la vida.

 Estos meses de 2016  la isla de Albión -  el nombre poético más antiguo de Gran Bretaña - recordará a William   Shakespeare, el bardo inconmensurable, mientras en España será rememorado Camilo José Cela, un escritor  muy por encima de las execraciones con que le han envuelto. Releerlo es una delicia. Sus escritos son admirables. Algunos, únicos en lengua castellana.

 Nos dicen que la Fundación  Banco Santander editará como homenaje los artículos del gallego de Padrón publicados entre 1943 y 1952 con el título “La  forja de un escritor”.

En nuestra corta biblioteca hay otro tomo que recopila las columnas  publicadas en los postreros meses de su vida.

Entre ellos, un poema dedicado a su segunda esposa, y al leerlo nuevamente sentí la sensación de que el amor subsiste en la brisa y las hojarascas de la propia tumba.

Y así, de pasada, recordé una evocación rasgada con grueso creyón en un muro cercano a los Jardines de Viveros, en la Valencia mediterránea en la que he encallado  tras abandonar las costas del mar Caribe: “Todas las horas hieren... la última mata”.

La mano que garrapateó esa frase sabía de soledades y de tiempos largos y sin besos ni palabras. No añadiré mucho, solamente recordaré al clásico: “Quien lo probó, lo sabe”.

Al forjar  estas líneas en la calle Rafael Comenge, en el pequeño apartamento repleto de luz traslúcida  que mantiene mis huesos, es  un día un poco perezoso. Caen algunas gotas de lluvia en la ciudad que abandonó hace unos meses Rafael Chirbes, dejando el pueblo imaginario de Misent en la otra orilla de la Albufera.

En estos días quejumbrosos de enero debemos aprender a  vivir de nuevo. Y eso hacemos sin pesadumbre.

Cela lo hizo durante ochenta largos años hasta la hora en que  la Parca le tocó el hombro y le dijo: “Vamos, es hora”.

“¿Tan pronto? Si apenas son las siete de la mañana”.

“Lo siento, don Camilo, el día es corto y tengo demasiadas faenas por hacer. Debo  ir a Gaza, entrar en los suburbios de Bombay, hacer una parada en Siria, donde no doy abasto, amontonar unas docenas de perseguidos afganos y hacer una ronda en la leprosería de Mombasa.En mi oficio se trabaja como un asno, de sol a sol, sin descanso. No olvide que la muerte no es otra cosa que cambiar de residencia. En el  lugar al que le llevo podrá platicar con viejos amigos.Le esperarán Lucano, el andaluz Séneca y esa sombra de su vida llamada don Francisco de Quevedo. ¡Ánimo, maestro! Esto es justo e inevitable”.

El autor de “La catira” le pide unos segundos más.

“Le daré una hora, hasta las ocho en punto; mientras, haré una ronda por los geriátricos del planeta”.

El escritor toma papel y pluma, e igual como hizo siempre, a mano, va uniendo frases, afanes, recuerdos, matizando la querencia de su amor más furtivo, la joven periodista que, con cuarenta años de diferencia, le acompañó en la última singladura de su fructífera existencia.

Alguien  - uno mismo - siempre se agarra a una falacia en casos como el que nos ocupa: “Yo tengo la edad de la mujer que amo”. Vaga ilusión, y aún así evocadora   esperanza.

Cela va uniendo palabras, será su último poema y el más vehemente. Con letra menuda rasguea la penumbra de la tarde:

“Sé bien que me estoy muriendo pero no de vejez sino de amor / Y también sé que te estoy matando pero no de juventud / Sino de amor / (aunque esto sea muy difícil de explicar) / Cuando la esperanza se convierte en quebradiza realidad / Y todos los misterios están ya maduros para dejar de serlo / Una rara sensación de dolor invade mi corazón de hombre / Y pide auxilio a los fantasmas / Sé que no me negarás un recuerdo de mínima caridad / Y sé que me vas a tupir el hueco que dejo en tu corazón... "

Quien nos  envió el pequeño libro del Nobel  conoce los apegos sensitivos de una piel  adolorida camino de su irreversible  despedida.



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