Una postal y dos gardenias

“Un año más. ¡Cuántos se han ido!”,  entonaba “La Sonora de Tommy”  en Miami Beach, Florida, con las primeras luces del amanecer tras la noche más singular de cada diciembre.  La letra imbuía en los cubanos exilados un discernimiento solamente  asimilado cuando, hastiados del destierro,   innovaban nostalgias  de la  isla caribeña amada,  tan cerca de los cayos y sin posibilidad de  rozarla.

 La postal,  pretexto de nuestras  evocaciones, ha llegado  en un sobre cuyo remitente es la sempiterna  memoria  perdurable.

En la chabola de tablas, zinc y gruesos sacos recogidos en los astilleros de La Calzada y en la mina de La Camocha, el pequeño patio con una higuera  abrigo de  la letrina, en una calle Eulalia Álvarez  que abría sendero al cementerio de Ciares, la tarjeta es una racha abriendo emociones en un poblado de Gijón oliente a salitre y humaredas.

 Allí – aunque la calle es otra  y no la reconocemos -  aún parece sentirse el eco de las canciones que madre modulaba dentro de sus propios recovecos.  Ella iba del tango arrabalero, preñado de amor/pasión, al bolero azucarado envuelto en  aguardiente de guindas y besos furtivos.

 En ese entonces, más pequeño que el arbusto de moras,  las cantinelas que arrullaban la  niñez fueron el sonido de los pájaros, los canturreos de la abuela Segunda y el murmullo de las olas rompiendo en los acantilados de Natahoyo  cuando acudíamos  a rebuscar     leños  arrastrados por el mar y bígaros en los arrecifes. 

Con los años y las rugosidades del tiempo, el bolero penetró en nuestro  ánimo sensitivo en la voz de Isolina Carrillo, la esplendorosa compositora y cantante habanera  de “Soy tu destino”, “Como yo jamás”, “Miedo de ti” y “Dos gardenias”,  la canción preferida de madre Isabel. La solía tararear a la caída de la tarde sentada en la puerta del casucho  esperando nuestro  regreso del colegio “La Escuelona”, y cuando la escucho casualmente forma una querencia interior.

 Si cierro los párpados y rebusco en los tiempos idos, contemplo el espacio  donde se fraguó el  atributo del hombre que soy.

 Uno pervive  de  diversas maneras y las evocaciones de madre  canturreando “Dos gardenias”, son una  pena honda al vernos  partir hacia una  isla del Caribe de nombre Margarita.  

En madre  Isabel el bolero  poseía el ardor del amor  tierno que  se hace herida en un costado de la piel  y  nunca cicatriza.  

Tiempo después, ya de regreso,  observando en la playa Malvarrosa de Valencia  los embates del mar Mediterráneo, promontorio  en el que hemos encallado, la letra de esas flores aromáticas sigue poseyendo la naturaleza de  las evocaciones que se tornan inolvidables:

 “Dos gardenias para ti, / con ellas quiero decir / te quiero, te adoro, mi vida./ Pero si un atardecer las gardenias de mi amor se mueren / es porque han adivinado,/ que tu amor me ha traicionado, porque existe otro querer...”

 Quizás madre seguía amarrada  a una insondable pasión nunca mencionada. Años por medio, cuando pude regresar a la calle Eulalia Álvarez, miré absorto el cementerio inclinado de Ceares. Allí la enterraron. Ese camposanto acumulaba los escondites de mi niñez y las pesadumbres que arrastraba.

¡Cuántos estremecimientos puede conservar  una postal solidificada!




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