El desenlace natural de un proceso electoral concluye con la investidura de uno de los candidatos, normalmente el ganador o, en su defecto, el que concite los apoyos necesarios para ser elegido presidente.
En las elecciones del pasado 20D el partido que más votos obtuvo fue el PP, pero no se puede decir que haya ganado.
En cualquier país en el que la democracia no sea solo un recurso dialéctico sino una convicción, tanto Rajoy como Sánchez tendrían que haber dimitido al minuto siguiente de haberse conocido los resultados definitivos. Cosecharon una derrota sin paliativos.
Lejos de asumir la realidad, ambos se postulan como candidatos para seguir dirigiendo sus respectivos partidos. Ese es su concepto de la responsabilidad y del servicio público. Con su actitud cicatera y egoísta están abriendo las puertas de par en par al gobierno de partidos que ponen en solfa la soberanía nacional, que abogan por la ruptura de España, con los riesgos económicos, sociales y políticos que ello conlleva.
Pero es lo que hay y mientras sus partidos lo consientan, con estos personajes hay que jugar.
La investidura es compleja. Lo normal sería que el candidato propuesto por el Rey fuera Rajoy; Sánchez querrá que se cueza en su propia salsa. Será difícil que obtenga la confianza de la Cámara. Apelará al sentido de Estado, a la unidad de España, a la solidaridad de todos los españoles, pero quedará desacreditado por su propia actitud ante la realidad. Fue el gran perdedor.
Solo la abstención del PSOE garantizaría la elección. Y solo la presión firme de los barones de este partido doblegarían a Sánchez. La batalla dialéctica del debate deja huella.
Si por los avatares del destino obtuviera la investidura, gobernar no resultaría excesivamente complicado, por más que no contara con una mayoría estable.
La función del Parlamento es importante, pero no se debe sobredimensionar. Solo adquiere relevancia decisiva en cuanto se refiere a la aprobación de las leyes, pero gobernar no consiste en aprobar leyes salvo en casos de absoluta necesidad y en asuntos de interés general: educación, sanidad, servicios sociales y economía. Obviamente, la ley de presupuestos es punto y aparte, pero a buen seguro que negociando se puede lograr el consenso necesario. Gobernar en minoría exige pactar y eso es bueno para que las leyes tengan vocación de permanencia.
El resto de la función del Parlamento, de control y orientación, se mueve en el terreno de la exigencia política y si bien es cierto que un Gobierno en rebeldía es objeto de crítica permanente, desalojarlo es tarea ardua y difícil, ya no porque la moción de censura requiera mayoría absoluta, sino porque tiene que incluir un candidato a la Presidencia del Gobierno y en ese revoltijo de partidos será difícil llegar a un acuerdo sobre ese extremo.
Por tanto, obtenida la investidura, la gobernabilidad es posible.
Si fracasa la investidura se abre paso una nueva convocatoria electoral en la que, si se quiere que las cosas cambien, deben cambiar los protagonistas. Si no queremos dar paso a la oclocracia, a la ingobernabilidad como consecuencia de la aplicación de políticas demagógicas y al gobierno de la muchedumbre, hay que apelar de nuevo al consejo del sabio: “Los políticos son como los pañales, hay que cambiarlos de vez en cuando y por las mismas razones”.