Vejado y agredido

Los debates electorales están inicialmente concebidos para que los ciudadanos tomemos conocimiento de los programas de los partidos, de las soluciones que ofrecen a los problemas que tiene planteados la sociedad y también para valorar el carisma, la personalidad, la capacidad de improvisación y la riqueza del lenguaje de los contendientes.

Del debate a cuatro, lo más destacable fue la parafernalia que lo rodeó, el buen gusto del decorado y el papel de los moderadores. De los candidatos, poco se puede decir: jugaron a no perder más que a ganar.

El debate a dos del pasado 14 de diciembre fue decepcionante. Del moderador y del decorado, mejor ni hablar; el primero parecía una momia sacada de una tumba egipcia con el traje a juego que seguramente olía a alcanfor; el decorado parecía rememorar los orígenes de la televisión.

Por lo que se refiere a los aspirantes, se dedicaron a practicar el ya consabido “y tú más”, mediante un discurso esclerotizado por la pesada carga histórica que gravita sobre los contendientes y sus respectivos partidos.

Sánchez, más que insultar, vejó a Rajoy –en el sentido de molestar, hacer padecer- mediante un ataque verbal tendente a desacreditarlo, minarlo y desvalorizarlo. Lo llamó “indecente”, quizá sin saber el verdadero significado del término, que, de sus múltiples acepciones, solo sería predicable si estuviera referido a “persona que se comporta de una manera contraria a la verdad”, pero, ¿qué político no se ajusta a este patrón?

Hannah Arendt, en su ensayo “Verdad y política”, afirma que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien y que nadie puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. La mentira es una herramienta necesaria y justificable para los políticos y para el hombre de Estado.

Por tanto, en esta acepción, el término en cuestión, más que un insulto, es la constatación de una realidad que forma parte intrínseca de la actividad política, pero la entonación del señor Sánchez sonó a vejación.

Rajoy replicó llamando a Sánchez “mezquino”, “deleznable” y “miserable”, y a buen seguro el Presidente en funciones también desconocía el alcance de estas expresiones, puesto que Sánchez ni es pequeño, ni diminuto, ni parece que escatime en el gasto, ni se rompe, ni se disgrega, ni se deshace fácilmente, ni tampoco parece desdichado, ni infeliz, ni perverso, ni canalla.

Todo fue una pequeña mentira. A los políticos les gusta Platón: “Quien dice la verdad pone su vida en peligro”. A nosotros nos gusta Van Groot: “Ni siquiera Dios puede lograr que dos más dos no hagan cuatro”.

Ahora bien, no podemos soslayar que la violencia verbal es el precedente de la violencia física, diga lo que diga Sánchez, y de eso saben bien nuestros paisanos, que pasan, sin solución de continuidad, de la acción confesoria a la acción con fesoria a poco que medie una provocación por el camino.

Haciendo a Rajoy el epicentro de todos los males que aquejan a la sociedad se corre el riesgo, como así ha ocurrido, de que algún descerebrado, que para algunos medios es víctima y no culpable -¿qué hubiera pasado si el agredido hubiera sido otro candidato?-, quiera tomarse la justicia por su mano y aplique la acción con fesoria, se vanaglorie de ello y consiga, además, que un rebaño de desalmados aplauda su acción.

Rajoy, sean cuales fueren nuestras preferencias políticas, sean o no los que van en las listas del PP santos de nuestra devoción, es una persona educada y magnánima, y no se merece la agresión de que ha sido objeto. Nadie la merece.

Es sabido que la violencia es el último recurso del incompetente y la más clara expresión del miedo a los ideales de los demás.

¿Vamos a tener que seguir eligiendo siempre entre lo malo y lo menos malo?



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