Corrían los años 50. A la sazón yo debía tener entre 8 y 12 añitos. Y vivía en Puerto Real, precioso pueblo marinero, bañado por el Atlántico, y situado enfrentito mismo de la bahía gaditana.
Allí transcurría mi vida, como la de tantos otros niños nacidos después de la guerra civil española. Niños pobres, muy pobres, para quienes la aventura de conseguir un plato de arroz con frijones era una odisea de dificultades incalculables.
Llegada la Navidad parecía como si todo se transformara. Por cierto que para nosotros el término Navidad no era el más usado. De hecho ni siquiera sabíamos lo que quería decir. En mi familia se hablaba de la Nochebuena. La gente no decía: ¿Cuánto falta para la Navidad? La gente decía ¿Cuánto falta para la Nochebuena?
La Nochebuena. En mi recuerdo no existe la imagen de alguna Nochebuena triste y hambrienta porque en ese día, el del 24 de diciembre, mi buena madre viuda, lograba agenciarse algunas pesetillas hasta de debajo de las piedras.
Eso sí, recuerdo unas Nochebuenas mejores que otras. Las buenas eran aquellas en las que abundaba la comida y no faltaban algunas botellas de anís del Mono, de coñac de las bodegas Terry, del Puerto de Santa María y de vino dulce que era el que se ofrecía a las mujeres.
Las otras se distinguían por la precariedad. Por la dificultad de contar con recursos propios con los que comprar las materias primas sin tener que pedirlas a nadie.
Pero siempre estarán vivas en mi recuerdos las tortas de nochebuena y los pestiños que consistían en unos deliciosos manjares que los preparaba y los cocinaba mi propia madre ayudada por la “Tata” algunas otras vecinas.
Las tortas de nochebuena son un verdadero manjar. Siendo un niño me quedaba absorto viendo como aquella buena gitana preparaba la masa. Harina, aceite de oliva, una cáscara de naranja y anís. Todo ello bien condimentado, a fuego lento en la sartén hasta conseguir el punto justo de la excelencia.
Luego, una vez frío ese mejunje se procedía a elaborar la masa. Puesta la harina sobre la mesa, mi madre hacía con ella una montañita, como la que hacen los albañiles para fabricar la mezcla con la que luego unen los ladrillos. Y en el hoyo central de la montañita de harina se añadía zumo de naranja, un poco de vino fino de Jerez o de Chiclana y el aceite, ya frío y bien colado que antes habíamos preparado.
Y seguidamente a amasar. Ese es un arte que no tiene todo el mundo. La masa de las tortas de nochebuena no se hace sola. Trascurridas dos o tres horas de reposo la masa ha obtenido el cuerpo necesario para que pueda ser manipulada. Mi buena madre trataba aquella bola de masa con cariño a pesar de que la golpeaba, la estiraba, la doblaba, la retorcía y finalmente la extendía sobre la mesa, en forma de una capa finísima que nosotros, con unas tijeras cortábamos en formas trapezoidales de acusados ángulos agudos. Y luego a la sartén. Con abundante aceite hirviendo de donde salían al poco tiempo, brillantes y rubias como verdaderas diosas de la repostería.
Pero quedaba lo mejor. Era el momento esperado. Las tortas de nochebuena aún no eran merecedoras de su mítico nombre: había que enmelarlas para que la regulación de la secreción del jugo gástrico de nuestro estómago pasara a la fase cefálica que es cuando se nos despiertan las ganas de comernos lo que sea solo por verlo, olerlo o probarlo.
Hasta aquí mi buena madre nos dejaba ayudarla en pequeños menesteres. Pero una vez que las tortas salían de la cacerola, donde habían hervido sumergidas en una buena porción de miel y agua, nos permitía que fuésemos nosotros, mi hermana y yo, quienes revistiésemos las tortas de nochebuena con las grageas multicolores, pequeñísimas bolitas de caramelo que quedaban amorosamente pegadas a la masa frita embadurnada de miel.
Baxtaló Kretchunó kamlé amalé (Feliz Navidad, queridos amigos)
Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista
Presidente de Unión Romaní