Cuando acaba de celebrarse en París la “Cumbre del Clima” (del 30 de noviembre al 13 de diciembre) a la que han asistido representantes de la mayoría de los Estados del mundo, me parece oportuno empezar este escrito de apremio para la puesta en práctica de los acuerdos alcanzados, recordando la Carta de la Tierra, uno de los referentes más luminosos en momentos tan sombríos y turbulentos. Se inicia así: “Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el cual la humanidad debe elegir su futuro…”. Y termina de este modo: “Como nunca antes en la historia, el destino común nos insta a buscar un nuevo comienzo”.
Desde ahora hay que adoptar conductas y estilos de vida para que el año 2020 sea el principio de una acción real firme y coordinada, y la “salida” de las medidas pactadas no tenga lugar en un contexto ecológico aún más sombrío que el actual. Es imperativo que puedan cumplirse con diligencia las previsiones que acaban de aprobarse con tantas dificultades y apremio. Para ello es imprescindible que existan, bien entrenados ya, los mecanismos supervisores y reguladores adecuados.
En el antropoceno, garantizar la habitabilidad de la Tierra y una vida digna a todos los seres humanos, constituye una responsabilidad esencial porque el fundamento de todos los derechos humanos es la igual dignidad, sea cual sea el género, el color de piel, la creencia, la ideología, la edad… Siglos y siglos de poder absoluto masculino al cabo de los cuales las asimetrías sociales y la pobreza extrema predominan en una Tierra que, por influencia de la actividad humana, se deteriora.
Vivimos en la era digital. La libertad de expresión permite la participación progresiva de todos los ciudadanos en la toma de decisiones, de tal forma que se fortalecerán los sistemas democráticos y los cambios de hondo calado serán factibles porque coinciden tres hechos favorables: 1) el conocimiento de lo que acontece en el mundo, incrementándose los sentimientos de solidaridad (material e “intelectual y moral”, como se establece en el preámbulo de la Constitución de la UNESCO); 2) mayor número de mujeres en la toma decisiones, actuando ya en virtud de las facultades que les son inherentes; y 3) la posibilidad de participación no presencial, gracias a la moderna tecnología de la comunicación y de la información.
A partir de ahora, sucesivamente, el poder no sólo deberá oír sino escuchar las opiniones de todos los ciudadanos de forma permanente. El tiempo del silencio ha concluido.
Desde la “Cumbre de la Tierra” en Río de Janeiro (1992) han transcurrido ¡23 años! El sentir popular no ha tenido en los medios de comunicación de toda índole el eco que pudiera alertar a los gobernantes.
Hemos contemplado impasibles cómo los “mercados” han llegado a la desfachatez de nombrar gobiernos en Italia y Grecia, cuna de la democracia. Vivimos en una economía basada en la exclusión, en el interés a corto plazo, en la especulación, en la deslocalización productiva, en la preparación de la guerra, que ha conducido a una situación de una complejidad extraordinaria que requiere, teniendo en cuenta sobre todo procesos potencialmente irreversibles, la adopción urgente de medidas que puedan rectificar el curso de las actuales tendencias. La llamada “sociedad del bienestar” se ha reducido al 20% de los habitantes de la Tierra, concentrados en los barrios prósperos de la aldea global. En un gradiente progresivo de precariedad, el 80% de la humanidad vive en circunstancias extremadamente difíciles. A todo ello no debe añadirse el agravio histórico intergeneracional que representaría la reducción de la calidad de vida sin posibilidad de restablecerla ulteriormente.
La palabra com-partir -que era clave del Sistema de las Naciones Unidas en los años 50 y 60– se ha ido acallando progresivamente y, en lugar de fortalecer a los países más necesitados con un desarrollo integral, endógeno, sostenible y humano, las ayudas al desarrollo se han reducido hasta límites insolentes y el Banco Mundial para la Reconstrucción y el Desarrollo “perdió” su apellido y se ha convertido en una herramienta al servicio de las grandes entidades financieras; y se ha debilitado al Estado-Nación, transfiriendo progresivamente recursos y poder a gigantescas estructuras multinacionales.
Bien está lo alcanzado a condición de que ahora, desde hoy mismo, se establezcan las pautas que, a escala mundial, permitan llevarlo a efecto. Y problemas globales requieren estructuras globales. La puesta en práctica no puede encomendarse a unos países “juez y parte” ni, debe luego, a los totalmente inoperantes grupos plutocráticos (G7, G8, G20) sino al multilateralismo democrático, a unas Naciones Unidas –que los neoliberales desunieron y marginaron- “rehabilitadas”. Ante la emergencia ecológica y social, para cumplir unas funciones, ahora sí, ahora ya, ahora todavía, que sólo ellas pueden llevar a cabo.
La refundación del Sistema de Naciones Unidas, no me canso de repetir, es más apremiante que nunca para que, como reza la Carta de las Naciones Unidas, en el menor tiempo posible sean “los pueblos” –y no sólo los Estados- los que tengan representación en la Asamblea General y el progreso científico permita una vida digna para todos los habitantes de la Tierra, a través de una economía que atienda las prioridades bien establecidas hace ya tiempo por el Sistema de las Naciones Unidas: alimentación (agricultura, acuicultura y biotecnología); acceso general al agua potable (recolección, gestión, desalinización…); servicios de salud de calidad; cuidado del medio ambiente (emisiones CO2, energías renovables, etc.); educación y paz. Una educación que proporcione a todos conciencia global. Es un aspecto crucial: el prójimo puede ser próximo o distante. Y el cuidado del entorno no debe limitarse a lo más cercano sino que debe extenderse, porque el destino es común a todo el planeta.
Hoy ya podemos contemplar el mundo y debemos observarlo –“¡qué difícil es observar lo que vemos todos los días!”, advirtió Julián Marías- para que la cotidianidad no signifique aceptar lo inaceptable ni considerar que los “efectos colaterales” del sistema actual son irremediables. Ese genocidio de desamparo e inanición que tiene lugar cada día; la forma en que tratamos a quienes intentan llegar a los países más adelantados porque se mueren de hambre en sus lugares de origen,… deben ser rechazados por un clamor popular con creciente influencia en el ciberespacio. En la era digital, seremos capaces de aplicar aquella fantástica adaptación del conocido refrán que hizo el genial Mario Benedetti: “Todo depende del dolor con que se mire”.
Es necesario inventar el futuro. “Ingeniar” el futuro con la creciente participación de ciudadanos de todo el mundo, capaces de conocerse y concertarse a través de las redes sociales virtuales de creciente importancia y capacidad de movilización, que propondrán soluciones a los distintos problemas planteados, pasando a ser una parte relevante del funcionamiento democrático a escala local y planetaria.
Es inadmisible desde todos los puntos de vista que cada día mueran de hambre miles de personas, la mayoría niñas y niños de uno a cinco años, al tiempo que se invierten 3.000 millones en armas y gastos militares. La puesta en práctica de los Objetivos para un Desarrollo Sostenible exige “clamor mundial” para, como preconiza el International Peace Bureau, Premio Nobel de la Paz 1910, conseguir los medios para “desarme para el desarrollo”. La seguridad no se afectaría: bastaría con un tercio de lo que hoy se dedica a “proteger” al 20% de la humanidad…
Innovación política, económica y social. Eliminación sin contemplaciones de la evasión tributaria y de la corrupción, utilizando así mismo fuentes alternativas de financiación, como el impuesto sobre transacciones financieras electrónicas; contribuciones estrictamente proporcionales a los ingresos; revisión conceptual y práctica del trabajo y del empleo, propia de la era digital…
También en este “nuevo comienzo” será necesario, con rapidez y buen tino, compartir adecuadamente los beneficios que se obtienen de la explotación de los recursos naturales entre aquellos que poseen la tecnología y los habitantes de los espacios donde dichos recursos se hallen.
Lo que ahora no debería hacer la humanidad, sabiendo además que pueden alcanzarse puntos de deterioro irreversible, es tolerar que los grandes consorcios bélico-industriales sigan obteniendo inmensos beneficios y propugnando el perverso adagio de “si quieres la paz, prepara la guerra”… y que las grandes fortunas –estas 85 personas que, según OXFAM, poseen una riqueza mayor que la de la mitad de la humanidad (¡3.300 millones!) sigan siendo, en general, insolidarias. La Europa monetaria no puede acoger a refugiados y emigrantes… pero puede derrochar miles de millones en evasión tributaria y paraísos fiscales. Ahora “la gente” ya no lo permitirá. Recuerdo aquel magnífico slogan del 15-M: ”Si no nos dejan soñar no les dejamos dormir”.
¡Ha llegado el momento de no dejarlos dormir!. La demografía y mayor longevidad favorecerán la implicación ciudadana. La inmensa diversidad geográfica se verá compensada por la “cercanía” de quienes, desde lugares muy apartados, aportarán sus puntos de vista.
Digamos, alto y fuerte a todos los que ahora son responsables de la puesta en práctica de las decisiones de la “Cumbre”: es inaplazable una nueva cosmovisión, con nuevos estilos de vida. El gran desafío a la vez personal y colectivo es cambiar de modelo de vida. El mundo entra en una nueva era. Tenemos muchas cosas que conservar para el futuro y muchas otras cosas que cambiar decididamente. Por fin, los pueblos. Por fin, la voz de la gente. Por fin, el poder ciudadano. Por fin, la palabra y no la fuerza. Una cultura de paz y no violencia y nunca más una cultura de guerra.
La “Cumbre de París” ha sido, aunque tardío, un primer paso esperanzador. Ahora pensando en los jóvenes y niños, hay que seguir a buen ritmo. Es un deber prioritario, inexorable.