Un día cualquiera vas a celebrar la misa de nueve y te encuentras que un compañero tuyo, don Florentino, al que ves a diario, ha muerto golpeado por los años y la enfermedad. Sales a la calle y ves al vecindario agitado y triste, porque el ala de la muerte ha vuelto a tocar a un amigo querido y cercano.
Mi recuerdo es que estaba siempre allí, en la parroquia, sobre las 12.30, con precisión matemática, menudo cómo era, sentado en un banco, rezando, antes de ponerse a confesar, para echar una mano a cualquier conciencia decaída. Luego, lo veo, después de confesar a la gente, celebrando la misa despacio, con voz clara, atento, con devoción. Tenía algo que agradaba a la gente, la amabilidad y unas homilías que nunca pasaban de tres minutos.
Lo vi por última vez la tarde del pasado domingo, cuando dos sobrinos suyos lo trajeron a la parroquia de San Francisco para que el párroco, Fernando Llenín, le diera la comunión, porque ya no podía celebrar la misa.
Florentino, me cuenta Fernando, era eso que llamamos un hombre bueno. Uno de esos curas buenos que hacen que este mundo sea más vividero. Y es que llevaba muchos años metido en Dios, olvidándose de lo pasajero.
Ahora me lo imagino cuando se encuentre con Dios y éste le pregunte: «¿Qué has hecho con tu vida?». Sacará nuestro cura de su corazón las dos monedas de todos los días, la eucaristía y la misericordia, y le dirá a Dios: «Aquí tienes lo que he hecho». Y creo que estas dos monedas serán tan sagradas como las de aquella viuda del Evangelio, porque llevan impresas la fe y el amor de un cura humilde.