Experiencia o renovación

Las elecciones del próximo 20 de diciembre se plantean como una opción entre experiencia y renovación.

Si de las proclamas pasamos a la realidad, comprobamos que las listas electorales de los partidos que utilizan la experiencia como bandera está plagada de candidatos cuya única experiencia en la política se limita a la de parasitar el presupuesto público, sin que sea posible verificar aportaciones a la sociedad, por pequeñas que sean (obviamos su cita para no consumir el espacio de este artículo).

Otro tanto ocurre con los partidos que proclaman la renovación. ¿Se puede subsumir en el marco de la renovación a la alcaldesa de Madrid, alguna de cuyas ideas más bien parecen haber nacido en una sesión de terapia colectiva de un geriátrico? ¿Es renovación patrocinar la convocatoria de un referéndum en Cataluña, contrariando lo dispuesto en la Constitución y obviando los problemas sociales, políticos y económicos subsiguientes? ¿Es renovación cargarse el lema “Asturias, paraíso natural” con una decisión más emulativa que imprescindible?

Entonces, ¿experiencia en qué, en las tareas de gobierno, en la política, en la gestión, en la profesión, en la vida?; ¿renovación en qué, en las personas, en el modo de gestionar, en la política?

El debate encapsulado del pasado día 7 de diciembre no aclaró nada. Las intervenciones de los candidatos respondían más a un guión previamente planificado que a la espontaneidad, frescura y naturalidad que debieran haber impregnado una confrontación de esta naturaleza. Se trataba más de no perder que de ganar.

¿Es tan difícil satisfacer el interés público, el bien común, que al fin y a la postre debieran ser las únicas finalidades del ejercicio de la política?

Para preservar el Estado del bienestar, para fomentar el empleo y la seguridad de los ciudadanos no hace falta apelar a fórmulas matemáticas complejas ni a razonamientos alambicados. Hay medidas elementales -que, quizá por ello, ningún candidato puso sobre la mesa- para satisfacer todas estas necesidades.

Cuando el Presidente Rajoy tomó posesión de su cargo, al inicio de la legislatura invitó a los ciudadanos a que le sugirieran medidas que permitieran reducir el déficit. Le facilitamos un listado de 16 actuaciones que hubieran supuesto un ahorro de 35.000 millones de euros al año, 5.000 más de los que pretendía obtener con sus actuaciones sobre la ciudadanía. Algunas eran simbólicas y suponían la eliminación de los privilegios de los que el mismo presidente gozaría cuando cesara como tal. Otras eran de mayor calado, y dos de ellas constituían el núcleo central de la actuación: exclusión del régimen de aplicación del Estatuto Básico del Empleado Público del personal eventual y supresión de los 4.200 entes instrumentales que existen en España y que constituyen la Administración paralela, cuya única finalidad es la “huida del derecho administrativo, del presupuesto y de los controles financieros” y que sirven de cobijo a compañeros de partido, familiares y amigos. Con estas dos acciones se garantizarían las pensiones, se podría incrementar ostensiblemente el Estado del bienestar y se podrían poner en marcha actuaciones para minorar el desempleo.

Son medidas básicas, que ninguno de los candidatos propuso. Por tanto, ni experiencia ni renovación, solo sentido común que, como ya sabemos, está peor repartido que la riqueza.

 



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