Instantes terrenales

Otro diciembre  ha llegado  y tal vez nadie sepa con certidumbre  los   recovecos que ha debido franquear  el último mes del año  en esa larga andadura de senderos bifurcados.

Es el tiempo ineludible que nos alcanza cuando nos voltean las edades del hombre,  o “uno de esos instantes terrenales / a los que se les pide que duren”,   al decir de la  rapsoda polaca  Wislawa Szymborska, premio Nobel de Literatura 1996, cuya sólida antología  poética editó   este año en España la Editorial Visor con una traducción digna de Elzbieta Bortklewicz.

En nuestro retiro mediterráneo, contamos las horas viendo como la codicia urbanística mercantil  se centra en levantar bloques deslucidos, envenenando con productos químicos todo lo que hallan a su paso: marjales, aves, peces, flora,  pinos negros, con el alarido irremediable de la palabra “progreso”.

En ese duermevela cansino inclinado en la arena con olor a algas y salitre,  miro la tenebrosidad lanzada contra el ecosistema, mientras   lejos, muy lejano, en la otra orilla oceánica,  se halla  el balcón de la vereda Chacaíto de tantos afanes encontrados.

Hace días que vengo leyendo a intervalos  “Los palacios de la memoria” de la escritora turca Alev Lytle Croutier. Abrimos el libro,  posamos los ojos sobre unas líneas y volvemos a cerrarlo. Demasiadas evocaciones como racimo de hierbuena en sus páginas. En la  bahía de Esmirna,  metrópoli antigua y de tan infame memoria como las deidades del  Parnaso, “el aire siempre huele a plancton putrefacto y a sal. Los escombros lamen la orilla y se amontonan formando esculturas de corteza de melón, cartón y algas marinas.”

  Las reminiscencias se han solidificado. ¿En qué ciudad  se levantaba ese caserón  protegido con  enredaderas y grandes macetas de geranios? ¿Sucedió  en verdad en esa  bíblica  Esmirna cerca de la playa en la que  Homero imaginó a Ulises? Quizás. ¿Acaeció  en la isla  Capri cuando  escalábamos el promontorio  ansiosos de rozar la piedras de la Torre de Tiberio, o doblando un muro azulino  en el Puerto de Marina Grande? Es dificultoso ser certeros. Al presente solamente estamos seguros de muy pocas vivencias. Todo es igual a espejos reflejados una acuarela inundada de un  vaho convertido en desaliento.

Los días  son ahora arquetipos conjeturados, recuerdos dentro  de una lasitud  languidecida. ¿Las brumas de la vejez? No, uno solamente es anciano al instante de morir. Mientras eso no suceda, tendremos siempre  la edad de la mujer que amamos. Si ella roza los 20, 30, 40, 50…yo asumiré veinte, treinta, cuarenta, cincuenta o más años si necesario fuera.

Con las añadas cuajadas en las comisuras de la piel, ya es más reconfortante guarnecerse en el balcón de la vereda ahora lejana y sola.  En sus paredes color ocre, entre añejos libros conocedores de nuestras cuitas, el poema de William Wordsworth se abre a un nidal de resonancias enclaustradas, dejándonos una sensación de afinidad recóndita y la certeza de haber caminado nuestro tiempo al compás macerado de  los latidos del corazón. Tic, tac, tic, tac. ¿Quién llama? No es  el cartero. Imposible que lo fuera, ya nadie escribe cartas arrumadas de palabras  con estas estrofas:

“Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello, / que en mi juventud me deslumbraba; / aunque ya nada pueda devolver / la hora del esplendor en la hierba / de la gloria en las flores, / no hay que afligirse. / Porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”.

En el poema hay melancolía,  y a su vez una enorme esperanza en las médulas del espíritu evocador.

Los compañeros de vino, voces, trovas y madrigales, se disiparon al vaivén de los caminos sin retorno, y sobre las tapias desconchadas cercanas al mar Mediterráneo, perduran remembranzas que el tiempo  apasionante convirtió en bruma y cal.

La brisa nos vuelve a traer  evocaciones aún no disipadas: es como si la alegría interior – un poco asediada - , nos llamara a pisar la playa  luminosa y nos invitara – casquivana ella - a contemplar la desnudez atractiva de las jóvenes muchachas deseadas con ardor carnal. 

Alguna vez -  hace una cosecha larga -   nos acercábamos a hurtadillas a  guindarle palabras azulinas a esa muchacha de la vereda, a rozarle con un  susurro  su tierno  aliento endulzado:

 “No escuches, niña, lo que la gente te dice, / que soy viejo y no soy para ti buena pareja; / ven, que todo es mentira, no dejes que se burlen, / hay un tibio amanecer digno de un mediodía”.

El poema, escrito en cuero de cabra entre olivos y almendros en lengua chipriota griega,  si lo oyéramos en su resonancia original, sabríamos cómo Liasidis buscó el ternura durante un tiempo inmemorial  en las apretujadas  calles de Salónica y, el día que la halló, comenzaron  a amortajar su cuerpo triste  con sábanas de lino, flores,  fragancias  y aceites de Esmirna.

 



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