Estamos en período electoral estatal y en fase de tramitación presupuestaria en las comunidades autónomas. Como siempre, y como es consustancial a estas épocas, se habla de impuestos. En unos casos, sobre supresión y rebajas; en otros, sobre creación de nuevas cargas impositivas o retoque de las existentes.
Son muchas las interrogantes que se pueden plantear en torno a los impuestos: ¿qué tipo de Estado hay que financiar?, ¿son eficaces?, ¿son eficientes?, ¿se gestionan bien?, ¿cómo se gastan?, ¿qué tipo de impuestos deben establecerse?, ¿son más justos los impuestos directos o los indirectos?, ¿tasas o impuestos?
Estrechamente vinculado a la respuesta a estas preguntas se sitúa el fraude fiscal. El fraude es inherente a nuestra cultura, y la conducta poco ejemplar de una parte de las élites empresariales y políticas y una laxa moralidad no ayudan precisamente a corregirlo.
En algunos casos, el ciudadano se limita a utilizar los vacíos legales, los resquicios del ordenamiento jurídico, para pagar menos. En otros, el propio sistema invita a defraudar: es el caso de los impuestos que se autoliquidan; es la misma situación que la del enfermo que tuviera que autopracticarse una operación quirúrgica sin anestesia. En ocasiones son los poseedores de grandes fortunas los que tratan de eludir al fisco. Hay supuestos en los que el propio defraudador, paradójicamente, ocupa los primeros puestos en la lista de quejas y reivindicaciones (véase el caso de los productores de cine que encabezan las manifestaciones para reducir el IVA cultural y simultáneamente falsean el número de espectadores para percibir subvenciones).
Hay dos vías para corregir el fraude: la penal y la ética. La penal es represiva, no lo evita, solo lo castiga. La ética es de más largo recorrido.
Para concienciar al ciudadano de que debe pagar impuestos se suele apelar al demagógico argumento de que con su contribución se sostienen la sanidad, la policía, los servicios sociales, la educación. Cierto. Ningún ciudadano con un mínimo sentido solidario cuestionaría estas finalidades, pero el contribuyente sabe también que con sus impuestos se paga al personal de confianza de los partidos políticos, que se han convertido en la mayor empresa familiar del país, los sueldos de los ex altos cargos, las subvenciones de los sindicatos, de las asociaciones empresariales y de los partidos políticos, que, aunque en el presupuesto público no suponen una cuantía excesivamente importante, generan en el ciudadano una sensación de despilfarro.
Los impuestos se establecen por ley, pero hay leyes cuyo contenido, siendo legal, no es ético. Reparemos, por ejemplo, en el artículo 17.2.b) de la Ley 35/2006, de 28 de noviembre, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, en el que se establece que los diputados españoles en el Parlamento Europeo, en las Cortes Generales y en las asambleas legislativas autonómicas, así como concejales de ayuntamiento y miembros de las diputaciones provinciales, cabildos insulares u otras entidades locales, pueden decidir qué parte de sus emolumentos queda excluida de tributación, bastándoles para ello rotularlos “gastos de viaje y desplazamiento”.
Este entorno no es el más apropiado para crear en el ciudadano un estímulo moral como instrumento de persuasión contra el fraude.
Sí a las campañas de concienciación, pero es necesario poner en marcha el contador de la ética para no hacer buena aquella frase que dice: “No robarás, porque el Estado odia que le hagan la competencia”.