Al principio de las eras en la tierra, al instante en que las moléculas se fueron organizando y comenzó a surgir el protoplasma de la vida, se plantearon las interrogaciones de nuestra existencia, base cardinal de cada uno de los conceptos metafísicos del ser humano:
¿De dónde venimos? ¿Hacia que final vamos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí?
Lo subrayó Sófocles en “Antígona”: “¡Qué maravillas hay en el mundo, pero ninguna es más maravillosa que el hombre!”.
En el presente siglo XXI atiborrado de incertidumbres y miedos- aunque ya no somos los hombres y mujeres que fuimos cuando bajamos de los árboles en la sabana africana al haber doblegado los átomos y subido a la carreta de la muerte convertida en energía nuclear- se nos revela que la base del “alma” humana, o al menos nuestra conciencia del yo, es simplemente el producto de una escueta reacción bioquímica.
Uno continua sin reaccionar ante el arcano del cerebro. Es más: si somos una masa con reacciones químicas que ha tardado más de 4.000 millones de años en evolucionar, las religiones y la filosofía serían un grafito, una hulla en que la vegetación trabajó incansablemente y de ella germinó la fe y las reflexiones de las ideas.
A estas preguntas, de lo que poco se sabe y más se ignora deberá responder la ciencia, más cuando la creencia religiosa es una hipótesis imposible de poner a prueba. ¿Con qué parámetro se mide la fe?
En los años del medioevo el alma representaba la tradición de la misma filosofía. Hoy se habla de que nuestro discernimiento, donde habita el “yo” y el concepto de “alma”, es una internación de células nerviosas proyectadas en la parte posterior del córtex cerebral.
Siendo niños nos enseñaron un precepto conceptual: “Nuestra alma nos da vida, es espiritual y nunca muere, y con el cuerpo forma al hombre”.
Asumiendo el camino inverso de esa creencias religiosas, apaleando a la suposición de que el espíritu es una simple reacción química y que la promesa de una vida eterna ha sido un engaño, nos llevará al más espantoso yermo, siendo entonces cuando la raza humana no estará sola, sino solísima, y el “homo erectus” o el “homo sapiens” estaría en una inflexión, en una ruptura comparable a la aparición de la vida.
El monoteísmo es una sorprendente invención de Moisés, el cual hace unos 3.400 años en el monte Sinaí “inventó” ese Dios único.
Pasmosa alucinación, ya que la misma nos mantiene esperanzados y es, ante millones de personas – el escribidor entre ellas – la razón de existir en un mundo repleto de dudas y obstáculos muy encima del impasible hipogeo a ras de tierra.
Machado – don Antonio – ha sido certero al momento de plantearse nuestras inconmensurables vacilaciones y aprensiones:
“Esto que tengo de arcilla y esto que tengo de Dios”.