La educación, no me canso de repetirlo, consiste en alcanzar el pleno ejercicio de las facultades distintivas de la especie humana -pensar, imaginar, anticiparse, inventar, crear!- de tal modo que los seres humanos sean, como magistralmente establece la Constitución de la UNESCO, “libres y responsables”. Libres para, las alas sin adherencias ni lastre, volar alto en el espacio infinito del espíritu. Libres, actuando siempre en virtud de las propias reflexiones y nunca al dictado de nadie. Y responsables, teniendo en cuenta, junto a los derechos, los deberes en relación a los “otros”, próximos o distantes, coetáneos o pertenecientes a las generaciones venideras…
Educación es mucho más que capacitación, que formación en actividades y destrezas profesionales, es más que conocimiento e información (sobre todo, mucho más que información por noticieros, ya que la noticia es, por su propia naturaleza, lo insólito, lo no habitual, lo extraordinario).
Pues bien: para esta educación “troncal”, son esenciales la filosofía y las artes, y no lo es la simple transferencia de técnicas y métodos que deben ser siempre “además de” y no “en lugar de “.
Pensar y crear. “Dirigir la propia vida”, decía D. Francisco Giner de los Ríos hace más de un siglo. Con estos “educados”, el mundo entrará en una nueva era. Habrán aprendido a ser y a rebelarse. Con los “competitivos y gregarizados”, seguiríamos fomentando las asimetrías actuales, las filias y las fobias, y las emociones multitudinarias, la obcecación y el fanatismo. Han aprendido a tener y a ser sumisos.
Para la transición de súbditos a ciudadanos plenos, más filosofía y más artes.