El efecto Lucifer

Nuestro Estado de derecho se edifica sobre dos pilares básicos: la democracia y la burocracia. La democracia alumbra a la clase política integrada por los electos y los designados; la burocracia está conformada por los funcionarios. Los primeros dirigen la Administración jerárquicamente ordenada; los segundos velan por que esa Administración actúe con pleno sometimiento a la Constitución, a la ley y al ordenamiento jurídico en general, garantizando la observancia del principio de legalidad.

Los funcionarios en su toma de posesión juran o prometen acatar la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, y ello les obliga, entre otras cosas, a la neutralidad, a un compromiso con la ética y con la defensa del interés general.

No es aventurado afirmar que el proceso secesionista catalán tuvo hasta ahora el recorrido que tuvo por la colaboración activa o pasiva prestada por determinados funcionarios que, infringiendo sus deberes legales y éticos, le prestaron coartada jurídica.

¿Cuál es la razón por la que determinados funcionarios violenten el juramento o promesa prestados y con su actuación avalen procedimientos que rozan la ilegalidad, cuando no la desbordan?

A mi juicio, porque se ven envueltos en el denominado “efecto Lucifer”, en base al cual un hombre bueno se convierte en malo. Aparece descrito magistralmente por Philip Zimbardo en su libro del mismo título.

Estos funcionarios que hasta ahora han actuado con cierta impunidad, tras el pronunciamiento del Tribunal Constitucional suspendiendo la declaración de independencia tienen que ser conscientes de que cualquier acción que trate de poner en práctica las medidas contenidas en la misma es ilegal y puede desencadenar responsabilidades disciplinarias y penales. El propio Tribunal Constitucional, aceptando la tesis del Gobierno, y por primera vez en su historia, ha decidido notificar la suspensión a 21 cargos políticos, entre ellos a los integrantes de la Mesa del Parlamento y a su Secretario General, funcionario de carrera, advirtiéndoles de que, si incumplen ese mandato de suspensión, incurrirían en un delito de desobediencia. En este panorama, el papel del Secretario General es nuclear, pues a él le corresponde informar en derecho las iniciativas que se someten a la aprobación de la Mesa de la Cámara.

Es en estas situaciones límite cuando la inamovilidad de los funcionarios públicos adquiere su grandeza, y de su actuación depende que sea interpretada como un privilegio o como lo que realmente es: una garantía del Estado de derecho.

Los funcionarios son la primera línea de combate, la infantería, que defiende al sistema de las agresiones ilegales. No se deben a la clase política, sino a la legalidad y a los ciudadanos.

Cierto que lo que determina el resultado es, en ocasiones, la naturaleza de las circunstancias, pero la destreza del conductor se demuestra cuando el camino está sembrado de obstáculos. Es entonces cuando resplandece y cobra sentido la confianza que los ciudadanos han depositado en las manos de los funcionarios.

Cierto también que la fuerza de la situación, la presión ambiental, puede acabar dominando al más bueno de ellos, pero también es ahí donde hay que demostrar la auténtica dimensión del papel de los funcionarios, de cumplidores de la ley entregados con devoción al cumplimiento de su tarea.

El funcionario debe ser –parafraseando a Aristóteles- un soldado de la legalidad, cuya observancia debe constituir una disposición del ánimo, una voluntad, una actitud en la conciencia, la más alta de las virtudes.

De Lucifer a Satanás hay un paso, la misma distancia que separa el cielo del infierno, y no es mejor reinar en el infierno que servir en el cielo.



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