Desde el más insignificante núcleo de población hasta la ciudad más cosmopolita tienen una efemérides, un acto, una celebración, un acontecimiento que los identifica, define e individualiza respecto a los demás.
No solo Asturias, sino España y el mundo entero ofrecen ejemplos de tales circunstancias. En nuestro país, Tenerife es conocida por sus carnavales; Pamplona, por los sanfermines; Zaragoza, por las fiestas del Pilar; Valencia, por las Fallas; Sevilla, por su Semana Santa, y, por poner un epílogo a esta interminable lista que podríamos desarrollar, Oviedo, por los Premios Princesa de Asturias.
A ningún político se le ocurriría suprimir los sanfermines por ser antitaurino, ni la Semana Santa de Sevilla por ser laico, por más que haya habido tímidos intentos por parte de minorías minoritarias -valga la redundancia- de actuar en ese sentido.
Y ni se hace ni se hará porque tales eventos son elementos identitarios de las ciudades citadas y los ámbitos local, autonómico, nacional y mundial están inseparablemente vinculados a ellas, dándoles lustre, fuste y prestigio.
A mayor abundamiento, el mantenimiento de estas tradiciones tiene una importante repercusión económica en alojamientos, gastronomía y difusión de cara al turismo.
Vespasiano, cuando fue criticado por cobrar una tasa a los romanos que utilizaban los retretes públicos, se defendió manifestando que “pecunia non olet” (el dinero no huele), y lo mismo cabría decir en este caso del caudal económico generado en cada una de estas localidades: el dinero no es ni taurino ni antitaurino, ni religioso ni laico, ni monárquico ni republicano; es solo eso, y nada más y nada menos que eso, dinero.
Lo dicho hasta ahora admite poca réplica.
Oviedo se abrió un hueco en el panorama mundial a través de los Premios Princesa de Asturias, que han llegado a superar en nivel de conocimiento al prerrománico, hasta entonces era la joya de la corona, a la Cámara Santa de la Catedral y al Museo Arqueológico. A partir de la consolidación de los premios, tanto el hotel de la Reconquista como el teatro Campoamor conforman lugares de visita obligada para el turismo. Cualquier ciudad estaría orgullosa de ser sede de los premios y cualquier cantidad que se destine a su mantenimiento revierte multiplicada por mil. No hay publicidad equiparable.
De ahí que cuando desde determinados sectores del gobierno local se ponen en tela de juicio los premios porque dicen representar a una institución no elegida democráticamente, uno se pregunte si el poder está legitimado para cuestionar elementos identitarios de la ciudad. Cierto que hay una legitimación de origen, la elección de los ciudadanos, pero esa legitimación hay que mantenerla a lo largo de la legislatura, y cuesta trabajo pensar que decisiones de esta naturaleza respondan a la voluntad mayoritaria de los electores y acrediten como buenos políticos a sus promotores.
Debería haber ámbitos blindados al poder establecido, y este de los premios es claramente uno de ellos. Ya dije en otras ocasiones que vivimos un exceso de democracia, que nos han hecho pensar que todas las decisiones tomadas por los representantes elegidos por el pueblo son válidas, y esto no es así.
Las decisiones que afectan al interés público mayoritario, que ponen en riesgo los símbolos de una ciudad y su economía, deberían ser objeto de consulta popular y, en su ausencia, ser obviadas. Los políticos debieran aspirar a dejar huella, pero no en el barro.