No ser una isla

Con harta  frecuencia los acaecimientos cotidianos, esos hechos quebradizos la mayoría de las veces, nos hacen tomar actitudes ante un suceso y cambiar el contenido de la cuartilla. Y no ha de ser la primera vez ni la última   que tal hecho acontezca en  el mismo instante en que comenzamos  a construir párrafos sobre el papel en blanco. Hoy ha sucedido ese bamboleo interior. 

 Teníamos planeado borronear evocaciones vivenciales arrinconadas, esas  que se arremolinan en los intervalos  en  que rebuscamos  dentro de un pasado ineludible,  o cuando  desplegamos  añejas impresiones escondidas en las rugosidades  de la piel, a recuento de la  perezosa  existencia en  mañanas jadeantes con  madrugadas largas,  perezosas  y apesadumbradas.

Había leído esta pasada noche las páginas de un libro patético titulado “Verano en Baden-Baden”. El escritor nos era desconocido. Solamente escribió ese manojo de cuartillas y no las vio publicadas. El   argumento transcurre en dos planos diferentes.

 Esta corta croniquilla arranca en 1867 y recrea el viaje que Dostoievski y su joven esposa Ana Grigorievna, hicieron a distintas capitales europeas durante cuatro tormentosos años de “enfermedad, pobreza, juego y lucha contra sus propios fantasmas”; el otro plano recoge el viaje de propio autor de la obra – Leonid Tsypkin – de Moscú a un Leningrado aún herido por los horrores de la II Guerra Mundial, intentando con pasión efervescente  reconstruir las huellas del autor de “Crimen y Castigo”.

 Un prólogo de la desaparecida y perennemente admirable mujer coraje,  Susan Sontag, se envuelve en esa maestría portentosa con la que ella sabía ondular las ideas y macerar  con vigor las frases, y así ella, cual si fuera el nigromante bueno de la lámpara que todos alguna veces deseamos frotar,   hace de “Un verano en Baden- Baden” una joya literaria. Leer ese introito es viajar con el autor, padecer sus propios sufrimientos, sentir las penurias, celos, remordimientos y soledades de  Dostoievski.

 Es bien notorio que uno no es una isla; sabemos, a manera del clérigo inglés John Donne, que cuando repiquetean  las campanas a muerto  - y ese tañir  se mantiene de forma cristiana  en  algunas ciudades y en  la mayoría de pueblos de España -  su reverberación nos disminuye interiormente al estar ligados esos sonidos a vasos comunicantes invisibles, y aún  así  certeros dentro del aliento quejumbroso de todo ser sensible a las embestidas que dan  los sinsabores vivenciales.

 Los versos perdurables Donne deberían  ser recordados y  musitarlos en nuestro interior, si necesario fuera, en esos instantes de ahogos interiores: “Nunca hagas preguntas por quién doblan las campanas: doblan por ti, por cada uno de nosotros”.

Y al presente, en este mismo intervalo,  tras leer los pasos de Fiódor  Mijailovich Dostoievski y su  perturbadora esposa Ana Grigorievna, trascurrido el  suceso  durante un  veranillo abrumado  en la localidad alemana de Baden-Baden,  obsesionado  el maestro ruso sobre el tapete rojo  de una mesa de juego, el retumbo  de una campana   lúgubre cercan nos apesadumbra.

En esos días y noches  interminables de penurias desgarrantes,  el escritor inconmensurable no rasgueaba cuadernillos memorables: se hallaba uncido al ensordecedor silencio de unas tintineantes   fichas coloreadas,   o  a las impasibles cartas de póquer  en el lóbrego azulino de un casino rutilante.



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